Parece una cosa de Perogrullo. ¿Qué tiene de particular saber leer? A leer se aprende a los, digamos, nueve o diez años. Luego, se coge velocidad y soltura, e incluso se pueden leer textos con las letras mal puestas, ya que no se leen en realidad las letras para leer la palabra. La palabra, más que “ser leída” es “intuida”.
Quiero dejar sentado que el objeto, a mi parecer, del hecho de la lectura, es el comunicarse con el escritor. Entender o sentir lo que dice, lo que quiere decirnos, lo que calla y lo que escribe sin escribirlo. Llegar a su mente, a su corazón, a su idiosincrasia, a su filosofía. Solo así descubriremos su visión de la vida.
Así, veremos por sus ojos, oiremos por sus oídos, sentiremos con su corazón y pensaremos con su mente.
Pero todo esto no es fácil, sino más bien muy difícil. Solo se comparte cuando se llega a entrar en sintonía con el autor, cuando en nosotros resuenan las mismas cuerdas y las mismas notas que resonaron en el autor cuando este trasmitió su energía y las plasmó en forma de expresiones. En la poesía, arte supremo de la trasmisión lingüista, solo una unión previa entre las almas del poeta y del lector hará el milagro del florecimiento en el huerto de este de lo sembrado por las manos de aquel.
Las musas, con sus manos celestes y puras, llevan el tesoro de las manos del uno, abiertas como las del sembrador, a las del otro, unidas en cuenco, como las del que trata de apresar el agua transparente del manantial.
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