Cuatro músicos en la calle

Hace unos días, mientras hacía unas compras, vi en la calle a lo lejos un grupo de gente y escuché música. Eran cuatro jóvenes que entre todos no llegarían al siglo. Rubios, de ojos claros y el alma en los ojos y en la frente. Serían centroeuropeos o rusos. Seguramente vendrían a dar un concierto por la zona, como integrantes de alguna orquesta y pensaron en sacar algún dinero haciendo su concierto particular en la calle. Eran un violín, dos acordeones y un contrabajo.

Nos paramos a escuchar. Era música clásica, alegre por lo general, a veces emotivamente lenta, temas conocidos universalmente casi todos. Siempre se agradece escuchar cosas bellas, que alegran el alma y mueven el corazón. No pude evitar mi crítica y vi que a pesar de la alegría y el espíritu que ponían en lo que hacían, colaban gatos. Pero eso no era lo importante, lo deseché al punto. Lo importante es que la calle estaba llena de hermosas melodías, antiguas pero siempre nuevas… y también llena de gente.

Gente que escuchaba embelesada, gente de todas las edades, niños, jóvenes, adultos, ancianos. Hasta hubo una viejecilla que se lanzó a bailar un tango que interpretaron. La gente aplaudía con gusto al terminar cada pieza, y el canastito se llenaba continuamente. Todos echamos algo. Todos teníamos agradecimiento en el corazón.

Me senté en un banco. Y pensé. Pensé, o mejor, como siempre, vinieron a mi mente cosas. Y solo os quiero citar la que me produjo un golpe interior.

Una captación negativa de la evidencia que nos rodea me acompaña todos los días, me amarga, me hace sentir en un desierto. ¿No hay nadie que tenga la cabeza en su sitio? ¿No queda nada auténtico, nada real, nada sin mezcla, sencillo y humano? ¿Qué será de mí, qué será de mi hijo? Suelo pensar.

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Hojas, flores y frutos

Paseaba distraídamente por una calle soleada, y mis ojos tropezaron con la esquina descuidada y seca de un pequeño jardín. Unas yucas viejas sobrevivían estoicamente en una tierra yerma y desabrida. Pero ¡oh, milagro!, en sus pináculos lucían los grandes penachos blancos de flores que hacen de corona de su verde arquitectura.

Amo las plantas, y algo se movió en mis aires y en mis pasos. ¡Dando flores en su situación! Me resultaba sorprendente.

Me vino a la memoria mi amigo Carreño, el campero, aquel día que le pregunté por qué mis tomateras solo daban hojas y hojas, pero no me regalaba flores amarillas ni las veía parir las verdes bolitas.

Tras mucho preguntarme sobre cómo las trataba, emitió su veredicto, para mí inapelable: las regaba mucho, mucho más de lo que debiera. Por eso no daban flores ni frutos. Tienes que hacerlas penar –me dijo-, solo así te darán frutos. Solo así sus raíces la fijarán a la tierra y será fuerte. Como tú las tratas saben que nada les falta y se dedican a vivir confortablemente, no se esfuerzan en nada.

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Cambiar

Nos pasamos gran parte de nuestra vida esperando que los demás cambien, pidiéndoles que cambien, exigiéndoles que cambien. Y, por supuesto, nos rebela e indigna que sigan siendo los mismos, los mismos en su carácter, los mismos en sus manías, los mismos en sus reacciones, los mismos en sus errores. Evidentemente, desde nuestro punto de vista.

Un amigo mío siempre decía, y creo que sigue diciendo, la siguiente sentencia:

“La vida funciona como un reloj”.

Y en esta sentencia se encierra algo muy trascendente: nuestra mecanicidad, nuestro automatismo. Sabemos de antemano cómo reaccionará un amigo ante un estímulo, ante una situación. No hay, casi, posibilidad de error. Siempre hace lo mismo en esos casos, el mundo funciona como un reloj. Pero se nos olvida un detalle: nosotros también.

Y lo que agudiza el asunto es que nos cuesta plantearnos si podríamos reaccionar de manera distinta a la habitual, ya que, si lo hiciéramos, emplearíamos nuestra voluntad en cambiar.

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