¿Qué es un filósofo?

Esta es la conclusión de esas escenas que han ido relatando cómo una persona cualquiera se ha topado con la filosofía desde su infancia. Son un ejemplo más. Lo importante es la idea principal con la que acabé el último día: «todo hombre es un filósofo». Sí, incluso usted.

Y, ¿cómo es eso? ¿Qué es un filósofo para que todos tengamos acceso a tan curiosa profesión o vocación sin más requisitos, a priori, que ser persona?

Si nos vamos a un diccionario a buscar el término filosofía, nos encontraremos con declaraciones como:

«Ciencia que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales». Si «cosa» es todo aquello que tiene entidad, corporal o espiritual, susceptible de ser objeto de pensamiento, y «natural» es lo que tiene que ver con la Naturaleza, lo hecho con verdad, deduzco que esas «cosas naturales» que trata la filosofía son todo aquello en lo que podemos pensar y es verdadero. Bueno, yo creo que a eso llegamos todos, a pensar en la verdad, a saber qué es verdad.

Pero al igual que no es lo mismo poder pintar que ser un pintor, y hasta que no vemos reflejada nuestra capacidad sobre el lienzo no nos atrevemos a decir «soy pintor», no es justo que apodemos filósofo a aquel que, aunque es capaz de encontrar la verdad, no la busca. Dejaremos por ello esta primera parte de la definición concretada en: buscar lo que es verdad

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Todo hombre es un filósofo

Pues… yo sigo con lo mío, que es empezar desde la A para acabar quién sabe si en la Z, de zozobra, en la D, de duda o en la V, de Verdad, en el camino de la búsqueda de la filosofía.

Eran aquellos tiempos de cole, de pizarras de tiza, de cabelleras cortadas a tazón, de don Cirilo y don Juan (porque ay de aquel que tuteara a un maestro), en aquellos tiempos todo olía a sudor de recreo y tigretón, al menos pasadas las 11:30.

De todas las muchísimas enseñanzas recibidas en mis catorce años de cole, recuerdo con especial profundidad tres momentos.

El primero, a los cuatro años leyendo a mi madre la cartilla a toda prisa nada más llegar del cole, mientras ella terminaba de limpiar el salón. ¿Cuántas veces habrá que limpiar un salón?, pensaba yo. Tardé mucho en darme cuenta que es una tarea infructuosa, como recoger hojas del suelo en un bosque. Pero era evidente que a mi madre le satisfacía sobremanera.

El segundo momento, como luego el tercero, está marcado por una frase. Andaba yo por sexto de E.G.B. cuando el profesor de biología hablaba de la reproducción del ser humano con palabras tan técnicas que ni con un tema como este conseguía la atención de chaval alguno. Hasta que pronunció las siguientes palabras: «el hombre introduce el pene en la vagina de la mujer». Mis ojos se abrieron como planetas recién nacidos y compuestos por helio de lo que debían arder. Me acababan de desvelar el secreto mayor guardado, por fin sabía a que se refería mi madre cuando hablaba de «eso»…

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¿Cómo se detecta a un filósofo?

Recuerdo… recuerdo que cuando era una cría iba por mi día fijándome en todo, absolutamente en todo. La imagen de verme a mí misma como a un «farero» es imborrable. Yo era simplemente alguien que observaba lo que ocurría en su entorno, con ojo analítico, memorístico, hilador… pero que evitaba incordiar a todo aquel film de sesión continua que tenía lugar a mi alrededor: la vida. De hecho, me asustaba si alguien interpelaba directamente a mi persona, con una extraña sensación de «¿cómo habrá entrado un actor hasta aquí?».

Desde ese chulísimo y seguro faro me hacía muchas preguntas. Algunas de ellas las recuerdo bien. Una de mis favoritas era: ¿qué animal habrá sido ese hombre, justo antes de ser hombre? Es increíble cómo las personas se parecen a los animales. Mi padre, sin ir más lejos, es igualito que un sapo. Gordito, pequeño, de ojos saltones y siempre sentado. Hay gente que ríe como los caballos o que anda moviendo la cabeza de alante atrás como los pájaros.

Otra de las preguntas más interesantes de todas para aquella niña de nariz husmeadora era: ¿cómo se distinguen las profesiones de todos estos señores que andan a mi alrededor? Lo sabía por sus maletines, por sus batas, por el quiosco que les rodeaba, o los pasteles que les parapetaban. Lo sabía por su conversación, su cámara de fotos, su camión. Antes era sencillo distinguir las profesiones. Como decía mi abuelo: «la gente se dedicaba a algo, no a ser oficinista como ahora, que no sabes quién hace qué».

La profesión más difícil de descubrir era la de filósofo. ¿Cómo se detecta a un filosofo? ¿Qué los distingue? Yo solía buscarlos con barba larga y blanca y a ser posible con gafitas pequeñajas y cara de listos. Además me parecía necesario que fuesen preguntones, curiosos más bien y que mirasen raro, así como si al fijarse en tu cara, en realidad, te estuviesen leyendo el pensamiento. Y sin embargo, a pesar de tanta rareza, estaba segura de que en su fondo debían de ser gente simpática, por serenamente sabios.

Nunca encontré un filósofo de verdad. Estuve doce años buscando y no se cruzó conmigo ni uno solo de esos señores cuya profesión se basa, por lo visto, en encontrar respuestas.

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