Hace cincuenta años –o tal vez muchos más, siguiendo huellas precisas en la historia de la humanidad–, un joven decidió pasar de los sueños a la acción. Y con esa decisión puso en movimiento una rueda a la que muchos nos hemos sumado, felices de encontrar un rumbo, una manera segura y feliz de caminar por la existencia.
El joven se llamaba Jorge Ángel Livraga.
Había hecho sus experiencias, como muchos estudiantes, en un par de facultades universitarias y a pesar de su amor por la medicina y por la filosofía, sentía una gran insatisfacción ante la falta de oportunidades de convertir en realidad las muchas cosas que se aprenden… y se olvidan.
Buscó por muchos caminos y preguntó llamando a muchas puertas. Pero el destino quiso que un par de cartas llegadas del lejano Oriente le abrieran una posibilidad no entrevista hasta entonces: él mismo podría hacer lo que no encontraba, podría construir lo que le faltaba tanto a él como a muchos jóvenes ansiosos de darle un sentido a la vida.
El modelo de las antiguas escuelas de filosofía le sirvió como punto de partida. Grecia, Roma, India y el misterioso Egipto, así como las civilizaciones descollantes de la América precolombina le pusieron en la senda de una formación de la personalidad paralela al estudio. Le ayudaron a conjugar la mente, el sentimiento y la acción.