El árbol no niega su sombra ni al leñador.
(Proverbio hindú)
Qué fácil es juzgar a los demás, ¿verdad? ¿Os habéis fijado qué fácil nos sale lo de interpretar cómo actúan los otros?
«Es un poco vago. Por no subir las escaleras, es capaz de quedarse sin desayunar»; «¡Qué vecina más antipática, ni saluda cuando la cruzo por la escalera»; «Es un chico malcriado. Pudiendo estudiar, se dedica a desaprovechar el tiempo».
Hasta que un buen día nos da un lumbago y no podemos subir las escaleras, nos enteramos de que la vecina antipática ha puesto una denuncia por malos tratos a su marido o un hijo nuestro toma antidepresivos porque la carrera que ha estudiado no le sirve para nada.
Ese día comprendemos a la vecina, al compañero de oficina y al hijo de nuestra amiga.
Vivimos en una época en la que muchas situaciones parecen empujarnos al desánimo y al hartazgo; el paro nos toca de cerca (si no es a mí, es a mi primo, a mi vecino o a mi amigo); la corrupción es el pan de cada día (el empresario de esta compañía o el político de aquel color); las desigualdades son cada vez más evidentes (a unos los persiguen porque tienen que trepar a una valla si quieren huir de la miseria y recuperar un poco de dignidad; a otros los persiguen porque trepan sobre quien haga falta para salvar los millones que han robado disfrazándose de personas dignas).
Las muchas palabras vacías y biensonantes que hemos escuchado durante tanto tiempo han conseguido que nos planteemos a veces si, de verdad, esto tiene remedio.
Por un lado, los gobernantes aseguran que pondrán «todos los medios» para corregir los desmanes de aquellos que solo se preocuparon de su propio beneficio. Por otro lado, los que arriesgan su vida y abandonan la comodidad que les tocó en suerte por ayudar desinteresadamente a los que nacieron en lugares apestados de la Tierra, son mirados con recelo a su regreso, porque parece que solo se contagia el ébola y no tanto el valor y la generosidad de la que son admirable ejemplo.
¿Os habéis fijado qué de objetos inanimados son inteligentes según nuestra peculiar forma de denominar las cosas?
Me refiero a que muchos tenemos «teléfonos inteligentes», o sea, de esos que, si tú quieres, te dicen dónde está la pizzería más cercana solamente con pulsar un par de teclas. Tal vez el tuyo realice algunas sofisticadas funciones mediante intercambios de información con un satélite que orbita en el espacio interestelar alrededor del planeta en el que vives. Estos aparatitos llevan también un GPS para que no te pierdas nunca (aunque quieras) y una cámara de vídeo para que filmes al vecino si te apetece (que mejor no, porque está feo).
Tenemos también «edificios inteligentes», esos que tienen ascensores en los que entras y una voz te informa del piso por el que estás pasando. Algunos, además, llevan un control automatizado (es decir, que no tenéis que estar pendientes ni tú ni el portero) de la climatización, la iluminación de las áreas comunes, la detección de incendios y, por supuesto, de cualquier ladrón despistado que entre en alguna vivienda que no es la suya.
El gran dibujante Quino nos ha regalado durante muchos años brillantes perlas de sabiduría a través de la voz de Mafalda, una niña filósofa que nos ha repetido con certera ingenuidad lo que los adultos vemos pero que a veces parece que no queremos ver.
Los grandes problemas humanos se resumen en sencillas preguntas. Las respuestas tal vez no sean tan simples, pero en cualquier caso las necesitamos para sostenernos en medio de un mundo alborotado que nos hace bambolear como cuando el viento obliga a entrechocar a las barcazas amarradas en el puerto.
¿Dónde está la bondad en este mundo que nos ha tocado vivir?
El miedo es algo curioso. Es un invitado que nadie quiere en su casa, y está especializado en vestirse con distintos trajes según la ocasión.
Todos tenemos miedo. A veces, sabemos exactamente a qué: a los ascensores, a la oscuridad… Estos son miedos sencillitos de reconocer. Eso es bueno, porque con empeño y los medios adecuados, hasta podemos controlarlos.
Están también los miedos de otro tipo: a perder el trabajo, a que me ponga malito… Son un pelín más fastidiosos a la hora de darles esquinazo, pero bueno, sabemos dónde están y siempre podemos tomar una gran decisión e ir a por ellos.