Mucho por desarrollar

A pesar de que tendemos a creer que apenas si quedan enigmas por descifrar en el ámbito del conocimiento científico, cada día aparecen noticias que nos informan sobre lo contrario, es decir, que vivimos rodeados de desconocimiento, por no decir de misterios aún pendientes de resolución y esclarecimiento.

Es inmenso el trabajo realizado por las ciencias de todos los campos en los últimos siglos y sus aplicaciones prácticas en las más variadas técnicas todavía nos asombran por su alcance, es justo que lo reconozcamos, aquí y ahora, cuando nos estamos beneficiando tan claramente de las tecnologías de la comunicación, gracias a las cuales podemos difundir nuestras ideas y opiniones con una repercusión casi universal.

Entre los asuntos que todavía ofrecen no pocas interrogantes sin respuestas se encuentra precisamente la mente humana, los procesos por medio de los cuales nuestros pensamientos pueden llegar a gobernar nuestras vidas y modificar incluso nuestras sensaciones más pegadas a la materia física. De las investigaciones avanzadas que se están desarrollando sobre el funcionamiento del cerebro, por poner un ejemplo, parece confirmarse que efectivamente aún existen en nosotros cualidades latentes, capacidades no actualizadas que con un adecuado entrenamiento podremos despertar: zonas apenas utilizadas de un órgano destinado a servir de enlace con el cuerpo, como un sofisticado instrumento a la espera de que un experto conocedor de sus potencialidades las ponga en acción.

La filosofía viene en nuestra ayuda, a la hora de emprender la tarea de aprovechar todos esos recursos que la naturaleza ha puesto a nuestra disposición. Es la disciplina que nos proporciona los métodos, la que nos enseña a pensar y a despertar nuestras cualidades latentes. Es el mejor camino para no perderse por los laberintos inexplorados de nuestro cerebro, siguiendo el ejemplo y las huellas de los maestros que lo recorrieron y encontraron el sentido de la vida, que es en realidad lo que buscamos.

Vigencia de la filosofía

 

La filosofía, entendida como una toma de postura, una forma de vida, más que como una mera actividad intelectual especulativa, nos proporciona sobre todo herramientas para pensar, es decir, para asomarnos al mundo y a las cosas, para encontrarnos con los otros, con la capacidad para llegar más allá de las apariencias y descubrir el sentido que sostiene la vida.

Es realmente sorprendente que tengamos tan a mano esa posibilidad y no la aprovechemos, porque se ha descalificado de entrada a la filosofía como algo que interesa solo a una minoría que utiliza términos apenas inteligibles, reservados para unos pocos sabios. Hay excepciones, afortunadamente, aunque escasas, de filósofos que hacen el esfuerzo de hacerse entender mediante un lenguaje sencillo y humano y gracias a esa labor, los buscadores, los que creemos que la filosofía puede servirnos de hilo de Ariadna para movernos por el laberinto del mundo, estamos un poco menos solos.

Gracias a la generosa mediación de quienes creen que la filosofía es demasiado necesaria como para dejarla reducida y encerrada en los ámbitos académicos, hemos ido comprobando que no ha sido en vano y nos hemos dejado ganar por sus efectos benéficos. En efecto, el ejercicio de la filosofía, de la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento confiere sentido a nuestros pasos, ensancha nuestros horizontes vitales y nos ayuda tomar conciencia de nuestra realidad, tal como nos han advertido tantos maestros en el arte del pensamiento. La novedad es que afirmamos que todos podemos ser filósofos, con tan solo reconocernos como tales, y que nuestra sociedad sería más justa, en la medida en que fueran muchos los que lo hicieran. Lo decía hace poco Emilio Lledó, uno de nuestros grandes pensadores, con las obras de Platón en la mano, y nos ofrecía el ejemplo de que la filosofía ayuda a lograr la felicidad.

Volver a los clásicos

En el largo camino de búsqueda del sentido hay lugares de remanso, donde poder calmar las ansiedades y los desconciertos. No se pueden localizar físicamente, o quizá sí, porque en sentido estricto pertenecen al territorio mental donde se forjan los descubrimientos espirituales que aportan cierto «valor añadido» a la vida de todos los días. La experiencia nos va orientando en nuestro tránsito por los laberintos y cuando más necesitados estamos de nuevas propuestas, nos suele conducir a la compañía de los clásicos.

Esta verdad constatada también lo es para el conjunto de la Humanidad, pues cada vez que ha sentido la necesidad de contar con puntos de apoyo válidos para iniciar nuevos ciclos de creatividad y de innovación, ha recurrido a la herencia de los pensadores clásicos, con la seguridad de que en esas obras inmortales reside la posibilidad del encuentro con ciertas formas perfectas o arquetípicas, como modelos eficaces de lo que debe ser. Como si de una ley general de la Historia se tratara o de un modelo que ha demostrado su eficacia en diferentes tiempos y lugares, comprobamos que todas las civilizaciones han forjado sus períodos clásicos, es decir, aquellos especialmente fecundos en las creaciones culturales, siguiendo la inspiración de sus sabios atemporales, a los que se han ido uniendo seguidores o discípulos de los nuevos tiempos, como si un sistema establecido en cadena fuera garantizando la continuidad de la sabiduría perenne, la que vence al desgaste del presente, tal como la definían en el Renacimiento.

En medio del ruido ensordecedor de las infinitas opiniones contradictorias, de los escepticismos que nos paralizan, como si no hubiese salida para nuestras perplejidades, acercarnos de nuevo a los clásicos es la mejor estrategia para recuperar la serenidad y volver a la convicción de que es posible encontrar respuestas para las preguntas que nos hacemos, por encima y más allá de la presión de los acontecimientos cotidianos. Es un valor seguro para contrarrestar las incertidumbres, la base más sólida para fundamentar nuestras propias reflexiones y elaborar el mapa mental que nos sirva de orientación por el camino de la vida, en lo individual y en lo colectivo.

Volver a los clásicos sigue siendo la mejor invitación para los inquietos. En sus páginas, descubrimos el misterio de la actualidad perenne de sus planteamientos sabios, la vigencia de sus reflexiones, los secretos sobre la naturaleza humana que nos revelan. Por eso les hemos vuelto a dar voz y espacio, con el estímulo de poder ofrecer a nuestros lectores uno de esos remansos seguros donde recuperar fuerzas para seguir adelante por el camino de la experiencia.

La gran escapada

Si hiciéramos caso a los mensajes publicitarios que nos inundan en esta época del año, tendríamos que pensar que el mundo se ha detenido y todos nos hemos ido de vacaciones, es decir, hemos abandonado nuestra escena cotidiana y hemos escapado al país de nunca jamás, a salvo de las incómodas obligaciones y deberes.

Se parte de la base de que el trabajo, terrible maldición bíblica, es una ocupación inevitable y desagradable de la que hay que liberarse a la mejor ocasión. Por ello, el culto a las vacaciones ha sacralizado esos días vacíos de trabajo, de tal manera que se habla de enfermedades producidas por el regreso a las ocupaciones, aunque también de la ansiedad de quienes no saben qué hacer con el tiempo libre, una vez que han alcanzado el estado beatífico vacacional.

En el fondo de tales desajustes laten los desconciertos característicos de nuestra época y las habituales exageraciones con las que se enfocan en nuestra sociedad mediática las realidades que vivimos.

Una concepción cíclica del tiempo nos haría estar de acuerdo en que debe haber un tiempo para el trabajo y un tiempo para el descanso, como diría el Eclesiastés, pero no como dos estados antagónicos, sino complementarios y orientados a la finalidad y el sentido de la propia existencia. Una filosofía activa y vital nos invita a buscarlos entre la infinita variedad de nuestras posibilidades, siempre más abundantes de lo que estamos dispuestos a admitir. La búsqueda se convierte así en el hilo conductor que unifica nuestras experiencias, superando dicotomías falsas, pues todo cuanto hacemos, sea trabajar o descansar, cambiando de actividad y de horizontes, se encuentra iluminado por una atención que se mantiene despierta en todas las circunstancias.

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En el momento preciso

El tiempo no siempre es un recuento de acontecimientos más o menos previsibles, en progresión lineal, sino que a veces acelera su ritmo y se deja interrumpir por lo inesperado, lo que se encontraba fuera de los pronósticos más certeros. La consecuencia es siempre el cambio y sus protagonistas suelen ser aquellos que estaban en el lugar y en el momento oportuno, como fruto de una actitud, abierta a las posibilidades, más ligera y libre que la de los que se aferran a la tarea de tenerlo todo controlado.

Tal es la lección de la historia, que deberíamos leer más a menudo. Quizá la mayor de las singularidades que marcan a los personajes que salen a la escena del mundo, para escribir páginas en esa historia, es que supieron estar ahí cuando era el momento y se abrieron paso en medio de los sucesos, guiados por ese particular olfato para percibirlo.

Ya sé que todo esto desafía las leyes de la racionalidad, pero es que en la vida de los seres humanos no todo puede ser filtrado y enfriado por los razonamientos, porque también existen las emociones y las intuiciones, por no hablar de ese extenso territorio interior donde manejamos los símbolos y nos preguntamos por el sentido que tienen las cosas. Ahora es el momento de soltar el lastre que se nos había pegado, oscureciendo nuestra capacidad para los compromisos en el refugio de la desilusión y el escepticismo.

Si nos desentendemos de lo que ocurra en la vida social, con el pretexto de sentirnos defraudados, otros tomarán las decisiones por nosotros, y lo que es peor, pretenderán interpretar el mundo sólo a su manera, dictada por sus intereses.

Entre los matices de lo que hemos vivido estas últimas semanas sobresale una nueva capacidad para salir de la indiferencia y volver a comprometerse con las ideas y las personas. Ha sido una buena lección de vitalidad, que va a servir probablemente para renovar muchas cosas, en armonía con los mensajes de esta primavera.

Hoy es el primer día del resto de nuestra vida

Como si de un ritual establecido desde antiguo se tratase, cada comienzo de año solemos desearnos que ese nuevo ciclo del tiempo que se inicia nos traiga toda clase de bienes. Desde nuestro blog nos sumamos a esa tarea de difundir buenos deseos a todos nuestros pacientes lectores, pero también, como aprendices de filósofos, proponemos una breve reflexión sobre el tiempo y los intentos humanos por contenerlo, por dominarlo o incluso por descubrir sus secretos.

El tiempo es una línea continua que sostiene nuestras acciones, que desgasta las cosas y la materia de nuestro cuerpo, una línea constituida por los instantes en los que se resuelve nuestro presente, para convertirse en pasado. Ese tiempo lineal de instantes acumulados nos produce un vértigo que solo puede calmar el otro ritmo del tiempo, el simbólico, el cíclico, el que nos lleva año tras año a vivir el misterio de los orígenes, como si fuese posible empezar de nuevo y conseguir lo que hasta ahora se nos escapaba.

Si somos capaces de concebir estos dos regímenes temporales, es que disponemos de las facultades para hacerlo: la de construir paso a paso el trayecto de los esfuerzos y los trabajos, uno tras otro, y la que nos permite volar en cierta manera por encima de lo cotidiano para elevarnos hacia las realidades atemporales, las que no se encuentran sujetas al desgaste del tiempo, y que se nos manifiestan en forma de ciclos, a través de los cuales descubrimos la Naturaleza y el mundo.

Tras nuestros deseos de que este nuevo año que ahora empieza sea mejor, está el anhelo insoslayable de intuir que es posible liberarse de lo que nos ata y nos impide el vuelo. Para ello, el tiempo tiene que ser nuestro aliado. Como decía el viejo proverbio: «hoy es el primer día del resto de nuestra vida».

El arte de hacer el bien

En nuestro esfuerzo por reivindicar la filosofía como una actividad encaminada a liberar el espíritu humano de las servidumbres y los engaños, encontramos definiciones de esa afortunada palabra que los griegos -se dice que fue Pitágoras su inventor- significaron como «amor a la sabiduría», que intentan descubrir matices que su uso y su práctica han ido añadiendo para desvelar una búsqueda del sentido de las cosas.

A pesar de que para la mayoría la filosofía es mera especulación teórica, desconectada de la vida, y perfectamente prescindible en un mundo de acción, no es así como la concibieron los más señalados sabios que se entregaron a ella, sobre todo los que construyeron los cimientos del gran edificio del pensamiento.

En sus referencias vemos siempre esa intención práctica, esa aplicación de lo filosófico a la experiencia cotidiana, y en las biografías de los que la cultivaron, comprobamos que no se encerraron en sus estudios a elucubrar, sino que salieron a la escena del mundo y participaron en ella activamente.

La explicación es que el amor a la sabiduría nos ayuda a vivir realmente, a ser protagonistas de nuestra existencia, sin miedo, asumiendo las propias convicciones, a construirse la propia identidad.

Y sobre todo, la filosofía nos enseña el arte de hacer el bien, es decir, la posibilidad de mejorar el mundo que nos rodea, sin esquivar la responsabilidad moral de conciliar el interés individual y el colectivo, partiendo de un compromiso que surge de nuestra propia autonomía y no depende de lo que hagan o digan los otros.

Día Mundial de la Filosofía

Desde hace varios años, la Organización Internacional Filosófica Nueva Acrópolis se ha adherido con entusiasmo a la iniciativa de la UNESCO de celebrar el tercer jueves de Noviembre el Día Mundial de la Filosofía. Como en muchos lugares del mundo, en los que se encuentra implantada nuestra organización, en las sedes españolas se celebran numerosas actividades dedicadas a esta conmemoración: tertulias, cafés filosóficos, charlas-coloquio, etc. En este año, la temática del ciclo se inspira en el lema «Aportes de la filosofía a un mundo en crisis».Día Mundial de la Filosofía 2010

UNESCO

En la labor cotidiana de Nueva Acrópolis, encaminada a promover la filosofía como forma de vida y como método para lograr encontrar una salida a los grandes desafíos de nuestro tiempo, personas de más de cincuenta países en todo el mundo, pertenecientes a las más variadas culturas, encuentran en la Filosofía una experiencia universal integradora y reconocen el patrimonio común de todos los ciudadanos del mundo, encarnado en los filósofos que en todos los tiempos han buscado afanosamente respuestas válidas para las acuciantes inquietudes y preguntas humanas. El diálogo filosófico, apoyado en un estudio comparado de las escuelas de Filosofía de Oriente y Occidente, es una de las maneras más civilizadas de hacer cultura y más universales.

El sueño de una Humanidad armonizada en compartir fines comunes tiene en la Filosofía atemporal una de sus más fiables posibilidades de realización. Así también lo ha comprendido la UNESCO con su invitación a comprobarlo.

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Gente luminosa

Gente luminosa

Gente luminosaEn ese continuo movimiento que es nuestra vida nos vamos encontrando con una enorme variedad de seres humanos. Ni aun el más solitario o misántropo puede evitarlo, tal es evidencia. Unos se quedan a nuestro lado mucho tiempo, casi todo, otros se esfuman tras pasar con nosotros temporadas, a veces muy intensas y no volvemos a saber más de ellos, ni siquiera nos los encontramos por la calle, con lo fácil que es en una ciudad de tamaño todavía abordable como la nuestra.

A veces los encuentros, aunque fugaces, dejan una profunda huella en nuestra memoria, sin que podamos explicar racionalmente por qué. Quizá los más especiales son esos seres que aparecen en los momentos gozne de nuestra trayectoria vital y nos hacen descubrir nuevas perspectivas sobre nosotros mismos o sobre el mundo, ensanchando magnánimos nuestros horizontes, enseñándonos valiosos secretos a menudo sin palabras, con sólo el ejemplo.

Todos guardamos en algún rincón de nuestros recuerdos un lugar privilegiado para esa gente luminosa que apareció de manera benéfica en nuestras vidas y de vez en cuando resulta saludable dedicarles unos instantes de reconocimiento. Podría parecer que los relaciono con situaciones extraordinarias, o al menos de esas que se dan pocas veces y no es así ni mucho menos. Si somos capaces de observar a nuestro alrededor veremos que son muchos más si aprendemos a reconocerlos y disfrutar de su presencia.

Me refiero a ese amigo generoso, siempre dispuesto a dejar a un lado su beneficio personal para hacer sitio al de los demás, o a esa compañera de trabajo que aun en medio de las tensiones cotidianas nunca pierde la sonrisa ni la amabilidad, o a ese otro colega que escucha con atención lo que quieras decirle y te responde con sencillez, sin recurrir a la vanidad o al orgullo. Esa gente que sabe ver el lado iluminado de la realidad, porque habita en él, siempre positiva y animosa aun en medio de las dificultades.

Pero podemos apreciar en su inmenso valor lo que significa la gente luminosa porque, por contraste, también nos encontramos con gente sombría, opaca, oscura. La que parece alegrarse con el mal ajeno, o entristecerse cuando las cosas les salen bien a los demás. Esos tan duchos en el arte de la maledicencia, tan dispuestos a elevarse pisoteando a sus víctimas, o simplemente dejándolas caerse sin hacer nada por evitarlo.

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El lenguaje del alma

Vivimos en la sociedad de la información, como se la ha definido por la prioridad que damos a todas las tecnologías que puedan mejorar la comunicación entre los seres humanos. Realmente, si tuviésemos que identificar cuál es la característica más destacada del siglo XXI, sería fácil coincidir en referirnos a la de la comunicación como la preocupación y hasta la ocupación dominante. Las técnicas que facilitan la satisfacción de esa necesidad tan importante del ser humano como ser social se han diversificado de tal manera que apenas si conseguimos seguir el ritmo de las innovaciones, tal es la capacidad de renovación de los nuevos ingenios, y cuando apenas nos hemos familiarizado con un soporte, ya nos vemos en la necesidad de revisar y adaptar nuestras habilidades a otro instrumento más sofisticado y refinado.

Tanto volcamos nuestro esfuerzo en responder a la innovación permanente que nos estamos olvidando de cuidar y elaborar, al menos con el mismo tesón, algo tan fundamental como los contenidos que hacemos circular en nuestros afanes comunicativos. Rememorando la vieja fórmula de Mac Luhan, los medios están cobrando más importancia que los propios mensajes, con la correspondiente distorsión y empobrecimiento de los procesos y su consiguiente deshumanización.

En este sentido, llamamos la atención sobre el lenguaje del alma, que queda tantas veces sepultado por la banalidad y los ruidos superficiales. Hay que encontrar una nueva manera de comunicar y compartir las inquietudes profundas, que nos impulsan a los descubrimientos espirituales, esos horizontes de crecimiento interior que se abren ante nuestros ojos. La filosofía nos enseña ese lenguaje, como un código atemporal, que guarda todos los secretos del conocimiento del ser humano y el sentido de la vida. Conociendo las propuestas de los sabios, descubrimos las respuestas a nuestras preguntas más esenciales. Algo se despierta en nosotros y, poco a poco, el velo de lo cotidiano y lo vulgar deja entrever otras dimensiones y otros niveles de la conciencia. Aprendemos a nombrar esas nuevas experiencias, esos territorios recién descubiertos, a entender los símbolos que guardan las grandes ideas, los ideales nobles. Y casi sin darnos cuenta ya estamos hablando el lenguaje del alma y, lo que es mejor, somos comprendidos por los que también lo aprendieron.