De nombre François-Marie Arouet, este filósofo francés de la Ilustración es conocido como Voltaire (1694-1778).
Lo hemos calificado de forma llamativa como el «filósofo ateo», pues fue injustamente encarcelado debido a su crítica a la Iglesia de aquella época. Deberíamos llamar a Voltaire «deísta», pues intenta basar la creencia en Dios a través de la razón, en lugar de por medio de la revelación, la fe o la tradición, como hacen la religiones. Voltaire no creía en la intervención divina en los asuntos humanos: la labor del hombre es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida gracias a las artes.
Uno de los mejores libros que nos legó fue el «Tratado sobre la tolerancia», del que extraemos en su capítulo XXIII esta bellísima Oración a Dios:
Ya no es, por lo tanto, a los hombres a los que me dirijo; es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos: si está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la inmensidad e imperceptibles al resto del universo osar pedirte algo, a ti que lo has dado todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, dígnate mirar con piedad los errores inherentes a nuestra naturaleza; que esos errores no sean causantes de nuestras calamidades. Tú no nos has dado un corazón para que nos odiemos y manos para que nos degollemos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de una vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vestidos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros idiomas insuficientes, entre todas nuestras costumbres ridículas, entre todas nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras condiciones tan desproporcionadas a nuestros ojos y tan semejantes ante ti; que todos esos pequeños matices que distinguen a los átomos llamados hombres no sean señales de odio y persecución; que los que encienden cirios en pleno día para celebrarte soporten a los que se contentan con la luz de tu sol; que aquellos que cubren su traje con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que dicen la misma cosa bajo una capa de lana negra; que dé lo mismo adorarte en una jerga formada de una antigua lengua o en una jerga más moderna; que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o violeta, que mandan en una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este mundo y que poseen algunos fragmentos redondeados de cierto metal, gocen sin orgullo de lo que llaman grandeza y riqueza y que los demás los miren sin envidia: porque Tú sabes que no hay en estas vanidades ni nada que envidiar ni nada de que enorgullecerse.
¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son hermanos! ¡Que odien la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el latrocinio que arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria pacífica! Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos, no nos destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas, desde Siam a California, tu bondad, que nos ha concedido ese instante.