Francisco de Asís amaba la Naturaleza. Algunos le tacharían de bobo, porque se cuenta que hablaba con los pajarillos del bosque, con las plantas y con el agua de los arroyos, de la que decía era humilde, pura, sencilla y clara, quizá los rasgos más anhelados y más raros de encontrar en un ser humano, y por lo tanto, siempre digna de imitar por el hombre.
En su tiempo no se hablaba de ecología, ni estaba tan bien visto como hoy ser ecologista, pero sin duda lo era. Y lo era, seguramente, porque amaba a Dios, a la Naturaleza y a sí mismo, llevando su vida como el agua, con sencillez, pureza y humildad.
¿Qué necesitamos para respetar, cuidar y valorar a cualquier persona, animal o cosa, para amar a la Naturaleza toda? Creo que basta con amarla.
He leído que los indios americanos amaban la tierra en que vivían. Cuando algún necio americano advenedizo y prepotente les propuso comprarle sus tierras, el jefe indio quedó perplejo, y casi se le cayó la pipa de la boca. ¿Comprar la tierra? ¿Es que acaso son mías las tierras? ¿Cómo se puede vender algo que solo es de los dioses? ¿Esta tierra puedo yo venderla, si ha sido estercolada con los huesos de nuestros antepasados, es vida para los animales, casa de las hierbas, espacios del sol y la luna, de los vientos y las estrellas?