Francisco de Asís

Francisco de Asís amaba la Naturaleza. Algunos le tacharían de bobo, porque se cuenta que hablaba con los pajarillos del bosque, con las plantas y con el agua de los arroyos, de la que decía era humilde, pura, sencilla y clara, quizá los rasgos más anhelados y más raros de encontrar en un ser humano, y por lo tanto, siempre digna de imitar por el hombre.

En su tiempo no se hablaba de ecología, ni estaba tan bien visto como hoy ser ecologista, pero sin duda lo era. Y lo era, seguramente, porque amaba a Dios, a la Naturaleza y a sí mismo, llevando su vida como el agua, con sencillez, pureza y humildad.

¿Qué necesitamos para respetar, cuidar y valorar a cualquier persona, animal o cosa, para amar a la Naturaleza toda? Creo que basta con amarla.

He leído que los indios americanos amaban la tierra en que vivían. Cuando algún necio americano advenedizo y prepotente les propuso comprarle sus tierras, el jefe indio quedó perplejo, y casi se le cayó la pipa de la boca. ¿Comprar la tierra? ¿Es que acaso son mías las tierras? ¿Cómo se puede vender algo que solo es de los dioses? ¿Esta tierra puedo yo venderla, si ha sido estercolada con los huesos de nuestros antepasados, es vida para los animales, casa de las hierbas, espacios del sol y la luna, de los vientos y las estrellas?

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Banda sonora

Por fin es viernes, he terminado algunos trabajos, otros tendrán que esperar, y mientras suena Norah Jones de fondo vienen a mi memoria algunas ideas que, no hace mucho, revoloteaban sobre mi cabeza, o sobre donde quiera que esté el centro de mi consciencia, pues uno ya no está muy seguro de nada. Dicen que cuando a un japonés se le pregunta con qué piensa se señala el estómago (quizá por eso se coman a los delfines). Y por otra parte, han descubierto que la zona del corazón tiene entramados neuronales parecidos a los del cerebro, por no hablar de la actividad que se percibe en esa parte que tantas cosas inspira. En fin, que las ideas, cansadas de esperar, me han tomado al asalto y aquí estoy, siendo su embajador, su altavoz, su vida encarnada, y tal y tal… ¡pero qué pesado estoy hoy!

El tema son las bandas sonoras que escuchamos en las películas, elemento imprescindible que nos mete en situación, en cualquier situación; nos pone románticos antes del beso y durante también; y nos acojona sin motivo aparente como a títeres que permiten manipular sus emociones. Nada sería el cine sin las bandas sonoras; haced la prueba, qué vacío tan grande, qué soledad, qué nadidad más insoportable, ¿verdad? Y yo me pregunto, como siempre hago cuando no entiendo algo o no me cuadran las cosas: si en la vida real no hay banda sonora, ¿por qué es tan importante en el cine? ¿Qué representa la música?

Y digo todo esto porque yo también quiero una banda sonora, deseo despertarme con Mozart, trabajar con Freddie Mercury, hacer el amor con el Bolero de Ravel y dormirme con una nana, por ejemplo. Pero todo ello sin tener colgado de mis orejas un auricular enchufado a un emepetrés, no, no, que surja del espacio al igual que en el cine.

Veamos, veamos qué puede ser eso de la música en el cine… Quizá esté sustituyendo algo que tenemos las personas cuando contamos una historia, pues cuando alguien me cuenta su vida (y lo hace con cierta gracia) no echo de menos nada. ¿Será la calidez de la voz, la presencia real del otro, su mirada? Es posible, a fin de cuentas la música surge de los movimientos interiores del músico, sus emociones, sus ideas, sus miedos y bravatas, etc., en definitiva, de todo su mundo interior, algo que está en todos nosotros y que no podemos evitar mostrar al expresarnos. Creo que eso es lo que no tiene el cine, y lo que la música trata de sustituir.

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Va por ellas

No quiero tardar más en dedicarle un texto a la mujer. Acaba de ser el día de la mujer trabajadora, y ya estoy retrasándome en recordar lo que vale la fémina. Aunque, como dice un amigo mío, no estaría de más que alguien dedicara unas líneas a resaltar lo que valen ellos, que con esto de las reivindicaciones por la igualdad se han quedado un poco de lado. Todo tendrá su momento.

Ahora lo que toca es recordar cómo son «ellas». Siempre me han recordado, no sé si por lo que les tocó ir contracorriente, a la gente de raza negra en Norteamérica. Son dos grupos sociales que respeto hasta lo más alto, como a otros que no vienen al caso. Todo aquel que ha conseguido lo que tiene luchando por sus creencias contra viento y marea nos tienen de su lado inevitablemente, ¿verdad?

Ellas son bonitas sin excepción, fíjate bien, pocas hay a las que no encuentres un encanto especial; o son seductoras o son encantadoras, o son simpáticas o son tiernas o inteligentes y espabiladas o soportan lo que no deben…

Nos sacan de nuestro tedio con un par de guiños, un buen guiso o una reprimenda merecida, según el rato. Si las ponemos a gobernar, su feudo o su país, suelen dejarnos claro que deberíamos darles alguna oportunidad más. Lo normal es que sean más bondadosas, más comprensivas y más justas. Lo normal, digo. No necesitan pavonearse ante el anfiteatro, es más su motor no ver sufrir a sus semejantes.

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Liberación, hogar y cuentos

Escuché ayer en la radio la entrevista que le hicieron a una escritora que había escrito un libro de recopilación de cuentos infantiles. Ella recordaba con agrado los cuentos que le contaban tanto su madre como su abuela cuando era pequeña. La locutora resaltaba la dificultad en nuestros tiempos para seguir esas bellas costumbres. Y pienso yo que no solo son bellas, sino educativas, de comunicación, de afecto, de comprensión: en suma, de transmisión entre generaciones de todo lo humano, de toda la enseñanza de la vida. De un valor inimaginable y actualmente no comprendido, no solo para el nieto o el hijo, sino también para la abuela y la madre.

Y pensaba yo qué había ocurrido para que hoy no se den esos momentos de calor y comunicación entre generaciones. Esos momentos de paz, de recogimiento, de verdadero calor de hogar, de verdadera comunicación entre padres e hijos y entre abuelos y nietos. Y pensé que eso (y otras cosas) solo pueden darse en el momento apropiado y en el ambiente apropiado.

Escuché una vez que las hadas y los elfos solo pueden manifestarse ante nosotros en condiciones muy especiales de sosiego, de paz, de pureza: en suma, penetrando en el hogar de la naturaleza. También os conté una vez cómo solo escuchamos a los ángeles en momentos en que nuestro interior está en un silencio y una paz profundos.

Y concluí que hoy no puede haber cuentos porque no hay hogares. Y enlazando con esta idea recordé cómo mi aspiración más profunda, que no me ha abandonado todavía, ha sido, y es, encontrar ese hogar perdido. Quizá ello me llevó a la melancolía que siempre me produjo cantar la cancioncilla del caballo blanco, así como a la añoranza de vivir algún día en una pequeña aldea donde todos los vecinos son de la familia y todos sus hogares, tus hogares.

Y creo que no hay hogares porque no hay mujeres cuidando de su fuego. Las mujeres han dimitido. O más bien, las han hecho dimitir de sus bellas tareas.

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El pasado

Siempre me preocupó la cuestión del pasado. Cuando se propone este tema de conversación, comprobamos que todo el mundo es sensible a él.

A todos les inquieta, sobre todo cuando pesan en la balanza de sus valores los diferentes aspectos del tiempo. Hay unos que dicen que el pasado no les importa, que solo el presente; otros, que el futuro es lo más decisivo, y en él solo hay que pensar y poner todas nuestras energías. Otros dicen que el pasado tiene mucha fuerza y que nos condiciona el presente y el futuro.

Yo a todos digo que gozo de una excelente mala memoria, con lo que todas las películas las veo por primera vez, y todos los paisajes, y todas las músicas. Solo he encontrado en mi vida (y me sorprendió, porque creí que era algo raro) a alguien que confesaba que le ocurría lo mismo y que lo valoraba (como lo valoro yo). Era Nietzsche, quien decía que agradecía a la vida su falta de memoria, pues así cualquier conocimiento tenía siempre la frescura de la primera vez.

A mi parecer, el pasado no es fijo. Compuesto como está de tejidos psicológicos productos de vivencias anteriores, si cambian los significados de aquellas experiencias, algo ocurre que modifica sustancialmente (o radicalmente) nuestro pasado.

Siempre hemos creído en la ilusión de que el pasado era fijo, el futuro inexistente y el presente fugitivo. Pienso ahora que nada más lejos de la realidad. Nada más movedizo que el pasado, ni más cambiante que el futuro. El pasado lo cambia la comprensión. Nuestras experiencias pasadas cambian su significado (o lo matizan) a medida que cambia nuestro nivel de comprensión. Sólo el que no cambia su apreciación de la vida  (está cristalizado) tiene un pasado fijo e inamovible. Su pasado siempre significa lo mismo para él. Generalmente, siempre lo recuerda muy bien y qué significó para él cada una de las cosas que le ocurrieron. No puede cambiar su pasado, como no puede cambiar su futuro, porque lo que le pase, o lo que viva, siempre tendrá un significado predeterminado por su manera cristalizada de afrontar las experiencias.

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Palabras exclusivas

Tengo entendido que los idiomas son mucho más que un conjunto de signos que sirven para comunicarse, mucho más que la suma de palabras que nombran cosas, acciones o ideas. Un idioma esconde, o más bien muestra, la forma de pensar de un pueblo, y con ello su manera de sentir, su carácter, su estilo de vida. Y, cómo no, el castellano, y otras lenguas próximas, son privilegiadas en ese sentido por toda su riqueza lingüística.

Si no recuerdo mal, fue Julián Marías quien hizo un estudio sobre la palabra “ilusión” (creo que en su libro: Breve tratado de la ilusión). Destacando que en otros idiomas esa palabra tiene connotaciones negativas, pues es sinónimo de iluso, de persona ingenua, de castillo en el aire, con lo cual “estar ilusionado” no tiene el mismo significado que le damos nosotros, el de ser optimista con respecto a un proyecto, o un suceso futuro.

También la palabra “disfrutar” (según me contó una amiga francesa) no tiene un equivalente en francés; para ellos lo que más se le aproxima es algo así como “aprovechar la ocasión”, pero tal expresión no tiene nada que ver con esa alegría y felicidad que aquí atribuimos al hecho de disfrutar.

Pero también sucede que las expresiones de otros idiomas se contagian, de forma que tomamos prestada una palabra cuando no existe entre nosotros aquello que se nombra. Y hay un ejemplo muy triste de ello. En España vivíamos muy tranquilos (salvando algunos acontecimientos históricos) hasta que otros estilos de vida nos invadieron, y con ello sus consecuencias, por eso echamos mano de la palabra “estrés”, algo desconocido para nosotros hasta no hace mucho.

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Un largo periodo de fiestas

Dicen que los españoles tenemos fama de disfrutar de muchos días festivos, aunque cuando luego te pones a contar, en otros países con fama de trabajadores como Francia o Alemania tienen más días de vacaciones que nosotros. Pero creo que el mes que va del 6 de diciembre al 6 de enero no lo supera nadie:

6 y 8 de diciembre. Es el entrenamiento para las vacaciones de Navidad, y para muchos el último viaje del año, aprovechando el puente del día 7 entre la festividad de la Inmaculada y el aniversario de la Constitución, y que seguro que antes o después hay un fin de semana para convertir el puente en acueducto, con cinco o seis días de vacaciones.

Del 15 al 20 de diciembre. Los niños celebran el fin de las clases y en las empresas se organizan las comidas o cenas con los compañeros, en las que felicitas la Navidad a todos los que has estado criticando el resto del año.

21 de diciembre. Ahora ya muy pocos lo celebran, pero antiguamente, los romanos por ejemplo, celebraban el día del solsticio de invierno, la noche más corta del año, o también llamada del Sol Invicto.

22 de diciembre. No, tampoco está marcada en rojo en el calendario, pero es el día del sorteo de la lotería en el que millones de españoles depositan sus esperanzas. El primer premio es casi obsceno (3 millones de euros), pero como todo el mundo juega pequeñas participaciones de muchos números, cuando te toca suele ser una cantidad suficiente para alegrarte y no agobiarte.

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Las botas de Van Gogh

Esta historia se la debemos a Paul Gauguin, que compartió una habitación con Vincent en Arles allá por 1888. Nos cuenta que en el estudio había un par de botas claveteadas llenas de barro de las que hizo una notable pintura. Intrigado por la razón para guardar semejante pingajo, se atrevió a preguntárselo un día. Entonces Vincent le contó la historia de ese par de zapatos.

“Mi padre era pastor, con lo cual estudié teología. Una mañana, sin decir nada a nadie, marché a Bélgica, siendo muy joven, dispuesto a predicar el Evangelio en las fábricas, pero no como me enseñaron sino como yo lo entendía, pues creo que Jesús ama a los pobres. Esas botas soportaron muy bien el viaje”.

Pero hay más. Según cuenta Gauguin (que lo tacha de loco), mientras Vincent predicaba a los mineros de Borinage, hubo una explosión de grisú, cuya víctima, dado el grado de quemaduras y mutilación que tenía, fue desahuciado por el médico, que llegó a decir que solo un milagro podría salvarlo. Vincent se entregó a su cuidado con toda su alma, permaneció con él durante cuarenta días, atendiéndole con tanto cuidado que le salvó la vida.

Las cicatrices del rostro de ese hombre, resucitado por el milagro del cuidado, se le aparecieron a Vincent como las cicatrices de una corona de espinas, por lo que tuvo la visión de la corona de espinas del Cristo resucitado. Este era el auténtico motivo por el que todavía no se había desprendido del par de botas (cual reliquia) que llevaba cuando tuvo esa visión. Las botas en las que Vincent hizo resucitar a Jesús, el Jesús que mora en lo más profundo de cada uno.

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Descubrir y recordar

Gracias a los pequeños reproductores de MP3, la música nos acompaña con más facilidad que nunca. El aparato que tengo es un IPOD con capacidad para almacenar muchos cientos de horas de duración. Eso me da la posibilidad de poder cargarlo con más música de la que nunca imaginé, así como poder escucharla en cualquier parte, por ejemplo en el coche, donde paso varias horas al día. Ahora estoy escuchando tanto la música que siempre me gustó como otra que nunca antes había oído. De ahí vino mi reflexión: la vida es una mezcla entre descubrir y recordar.

Con el IPOD estoy descubriendo música de cantautores italianos como Fabrizio de André, desaparecido hace ocho años, o música clásica, como las sonatas para piano de Josef Haydn y las innumerables óperas de Georg F. Händel. Son nuevos sonidos, nuevas melodías que a partir de ahora me acompañarán y formarán parte de mis recuerdos. La próxima vez que escuche esta música ya no tendré esa sensación de descubrir algo nuevo, sino el recuerdo del momento en que lo escuché por primera vez. Así me ha ocurrido volviendo a escuchar el “Dido y Eneas” de H. Purcell, que me trae a la memoria aquel LP de vinilo que compré de adolescente y que escuchaba una y otra vez en un viejo tocadiscos. Ahora escucho repetidamente “L’oceano di silenzio” de F. Battiato o “Le rondini” de Lucio Dalla, canciones con casi veinte años de antigüedad y que para nuestros lectores pueden ser también un descubrimiento o un recuerdo.

Para un niño el mundo es todo descubrimiento: nuevas experiencias, nuevas sensaciones…, ¡tanto por conocer! A medida que aprende, acumula recuerdos que le facilitan la toma de contacto para una próxima vez. Añoramos esa inocencia del niño, que no tiene ideas prejuzgadas acerca de nada.

El anciano está lleno de recuerdos y a veces piensa que ya no tiene nada que aprender. También deseamos su dorada experiencia del que ve llegar los acontecimientos con la serenidad de su veteranía.

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