Los grandes filósofos de otras épocas ya no están físicamente en este mundo y, sin embargo, permanecen eternamente presentes con su legado de ideas, válidas para todo aquel que quiera acercarse a ellas.
Si uno de ellos aparece en nuestra vida (porque siempre hay filósofos que predican con el ejemplo, incluso en momentos de escasez moral como los nuestros), nos queda además la constatación de que sí es posible concebir un ideal de vida y ajustar el trabajo y la conducta, o sea, toda la existencia, a él.
Una gran filósofa acaba de marcharse y algunos hemos tenido la suerte de conocerla. Vivió en perpetuo ejemplo, repartiendo generosamente las perlas de sabiduría que había conquistado.
¿Sus señas de identidad?
* su sonrisa, en la salud y en la enfermedad, en el trabajo y en el descanso;
* una mirada acogedora, nunca desafiante, siempre sincera, animando a todo aquel que quisiera acompañarla en el objetivo de ser un poco mejor para beneficio propio y de la humanidad;
* su juventud de alma, que no hacía mucho caso a un cuerpo que ya llevaba muchos años acompañándola;
* maestra en su labor pedagógica constante, ejemplo de conducta nunca defraudado;
* señora del castillo, abierto a cualquier caminante que necesitara abrigo, consuelo en el desánimo, aliento para seguir la ruta. Sí, señora como la de los antiguos señoríos, gobernadora del fuerte y madre amantísima de amigos y vasallos.
Nada mejor que el recuerdo de su dignidad permanente, de su saber estar, de su amor incondicional, de su trabajo tenaz.