Heráclito el oscuro

Este es otro de los malditos de la historia de la filosofía. Aunque de él apenas se conservan unos escasos fragmentos, de tipo aforístico, es uno de los filósofos-guía de la historia del pensamiento en Occidente. Heráclito no tenía “fama de diplomático” y fueron objeto de algunas de sus críticas los archifamosos Homero y Hesíodo por corruptores de la religión.

Aunque su filosofía no es tan distinta de la que propugnó Parménides, y tras él Platón, los comentadores los han hecho aparecer como contrapuestos. Esto se debe a que si bien para Parménides el ser siempre es, para Heráclito todo fluye (panta rhei). Otro de sus aforismos, que habitualmente formulamos como que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río dice en realidad: “en los mismos ríos nos bañamos y no nos bañamos en los mismos; y parecidamente somos”. No es de extrañar que para Aristóteles, en quien se basó toda la ciencia desde la Edad Media hasta nuestra época, la filosofía de Heráclito era absurda, pues “nadie puede creer que una misma cosa es y no es al mismo tiempo”.

Pero en nuestra época, muchos, hasta los físicos, han acabado dándole la razón. Si el “todo fluye” coincide con las ideas de las filosofías orientales, la indeterminación de la materia y la física probabilística coinciden con Heisenberg y los “quantos” de Planck.

Por mi parte, es ahora cuando empiezo a entenderlo…

Voltaire, «el ateo»

De nombre François-Marie Arouet, este filósofo francés de la Ilustración es conocido como Voltaire (1694-1778).

Lo hemos calificado de forma llamativa como el «filósofo ateo», pues fue injustamente encarcelado debido a su crítica a la Iglesia de aquella época. Deberíamos llamar a Voltaire «deísta», pues intenta basar la creencia en Dios a través de la razón, en lugar de por medio de la revelación, la fe o la tradición, como hacen la religiones. Voltaire no creía en la intervención divina en los asuntos humanos: la labor del hombre es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida gracias a las artes.

Uno de los mejores libros que nos legó fue el «Tratado sobre la tolerancia», del que extraemos en su capítulo XXIII esta bellísima Oración a Dios:

Ya no es, por lo tanto, a los hombres a los que me dirijo; es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos: si está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la inmensidad e imperceptibles al resto del universo osar pedir­te algo, a ti que lo has dado todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, dígnate mirar con piedad los errores inherentes a nuestra naturaleza; que esos errores no sean cau­santes de nuestras calamidades. Tú no nos has dado un corazón para que nos odiemos y manos para que nos degollemos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de una vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vesti­dos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros idiomas insuficientes, entre todas nuestras costumbres ridícu­las, entre todas nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras condiciones tan desproporcionadas a nuestros ojos y tan semejantes ante ti; que todos esos pequeños matices que distinguen a los átomos lla­mados hombres no sean señales de odio y persecución; que los que encienden cirios en pleno día para celebrarte soporten a los que se contentan con la luz de tu sol; que aquellos que cubren su traje con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que dicen la misma cosa bajo una capa de lana negra; que dé lo mismo adorarte en una jerga formada de una antigua lengua o en una jerga más moderna; que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o violeta, que mandan en una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este mundo y que poseen algunos fragmentos redondeados de cier­to metal, gocen sin orgullo de lo que llaman grandeza y riqueza y que los demás los miren sin envidia: porque Tú sabes que no hay en estas vanidades ni nada que envidiar ni nada de que enorgullecerse.

¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son herma­nos! ¡Que odien la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el latrocinio que arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria pacífica! Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos, no nos destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas, desde Siam a California, tu bondad, que nos ha concedido ese instante.

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Diógenes, todo un personaje

Me refiero a Diógenes nacido en Sínope, ciudad actualmente en Turquía, bajo el Mar Negro. Es uno de los ejemplos más conocidos de lo que representa un filósofo apartado del poder e independiente y, por qué no decirlo también, de la fama de «raritos» que tienen los filósofos. Diógenes ha pasado a la historia como uno de los iniciadores de la escuela cínica, tras Antístenes. El término cínico en griego también significa «perro» y era el comentario despectivo que hacían de Diógenes sus detractores y que él llevaba a gala.

Y, efectivamente, la doctrina cínica se relaciona con lo «canino»:

  • la indiferencia en la manera de vivir
  • la impudicia a la hora de hablar o actuar en público
  • las cualidades de buen guardián para preservar los principios de su filosofía
  • la facultad de saber distinguir perfectamente los amigos de los enemigos

Para Ferrater Mora, sin embargo, la cínica «fue la filosofía de la inseguridad total».

Para otros comentaristas, Diógenes se caracteriza por el extremismo en todos los aspectos de su vida y de su pensamiento. Se manifestaba como un hombre apartado de todas las normas sociales y políticas, anárquico.

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Kant, el «viajero interior»

Es conocida la anécdota de que Kant nunca salió de su ciudad natal. Lo cual, sin embargo, no fue óbice para que, a través de la lectura, pudiera “conocer” el mundo hasta el punto de describirlo tan bien como cualquier nativo. En una ocasión describió con tanta exactitud la arquitectura del puente de Westminster que un oyente inglés le preguntó cuándo había estado en Londres, y si había hecho estudios especiales de arquitectura. Sus lecturas predilectas eran, aparte de obras de ciencias naturales o medicina, las descripciones de viajes. Sus libros estaban atiborrados de notas y correcciones, a las cuales acomodaba sus lecciones.

Quizá la razón de que viajara poco fuera su complexión enfermiza. También se dice de él que tenía una débil voz y pequeña estatura, ojos azules y rubios cabellos. La regularidad y la sencillez de su vida sostuvieron aquel organismo enfermizo: se levantaba a las cinco de la mañana, daba sus lecciones de siete a nueve o de ocho a diez, y hasta la una hacía sus trabajos más serios. Gustaba pasar entretenido dos o tres horas de sobremesa. Después daba su paseo diario, con tal puntualidad que servía a los vecinos para poner en hora sus relojes. A última hora se dedicaba a la meditación y a lecturas amenas. A las diez se acostaba. Le molestaban las interrupciones de esta distribución del tiempo, aunque fueran inevitables.

Sin embargo, tenía una fuerte voluntad: los últimos decenios de su vida estuvieron dedicados a su creación filosófica. También su memoria era sumamente vasta. Aun en sus últimos años recitaba largos pasajes de autores latinos y alemanes.

Protágoras y el relativismo

Leía el otro día el comentario de uno de nuestros lectores acerca del relativismo del que se achaca a Einstein sin fundamento, por enunciar la Teoría de la Relatividad.

Otra cosa es el relativismo filosófico que se le atribuye a uno de los más famosos sofistas, Protágoras. La verdad es que de todos los sofistas, siempre me cayó bien Gorgias por su escepticismo, como buen remedio para toda aquella credulidad sin razonamiento, tanto fanatismo y falta de libre pensamiento que impera hoy en día. Y también Protágoras, en quien vi más bien el inicio del antropocentrismo que el relativismo moral que ahora mencionamos.

Su principal máxima fue el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son.

Esta frase es interpretada en el sentido de que no hay verdades absolutas, sino que las cosas son tal y como las percibimos cada uno de nosotros. Lo que para una persona es bueno, para otra puede ser no serlo. ¿Quién tiene razón? Según Protágoras todas las opiniones tienen la misma validez. Llevado a una posición extrema, esto nos conduce a poder permitirnos defender tesis contrarias al mismo tiempo, que es una de las características que más criticaba Platón a los sofistas (aparte de cobrar por sus enseñanzas).

Platón intentó combatir este relativismo proclamando la existencia de valores absolutos que son los que permiten alcanzar la bondad, la belleza y la justicia. Recomiendo este estupendo artículo con las distintas argumentaciones platónicas. De todas ellas, como aficionado a la lógica matemática de Gödel, me gusta la última, basada en el análisis lógico de estas dos proposiciones: Continue reading

Sócrates y Xantipa

Son muchas las anécdotas que nos han llegado acerca de la vida de Sócrates. En especial, de su relación con Xantipa, su malhumorada esposa.

Nietzsche lo pone como ejemplo de la contradicción que se da entre los términos «filósofo» y «casado». Siempre se muestra a Xantipa haciendo la vida imposible a su marido, y este, con pleno dominio de sí mismo, aguantándolo todo. Alcibíades le dijo que cómo soportaba a Xantipa siempre injuriándole; Sócrates le contestó: «Pues lo mismo que uno se acostumbra al ruido continuo de una polea de pozo, como aguantas tú el graznido de tus gansos»; «Pero –le interrumpió Alcibíades– me dan huevos y crían»; «También me da a mí Xantipa hijos», terminó el filósofo.

En otra ocasión Alcibíades, admirado por las violencias impertinentes de la mujer de su maestro, preguntó a Sócrates que por qué no había expulsado de su casa a una mujer de tan pésimo carácter. Sócrates le dijo calmadamente: «Soportando estos arrebatos en mi hogar, me ejercito, y me acostumbro para sobrellevar sin trabajo las impaciencias y las injurias de otros fuera de mi casa».

También se cuenta que en cierta ocasión su esposa estaba tan descontrolada que se desbordó en improperios y luego le arrojó una palangana llena de agua. Él tomó las cosas con calma y dijo a los que allí estaban: «No os sorprenda que tras los truenos venga la lluvia».

En fin, siempre en Sócrates tenemos al modelo de filósofo que lleva a la práctica aquello que enseña, aquello en lo que cree.

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