Muerte

 

Homenaje
Muerte, vieja amiga, gran cosechadora, temida y a veces deseada; una y otra vez vuelves a la vida a recordarnos que nada permanece. Y entonces nos doblegamos ante tu poder entregando los frutos de nuestra acción.

Muerte, inexorable e infinita, castigo o liberación, quién pudiera desvelar el secreto de la Estigia, final de una vida y comienzo de otra, o tal vez descanso.

No te imagino feroz sino de dulces ojos, cuyo fulgor inmortal nos acogerá en el postrer viaje. Vienes a mi puerta, aunque esta vez no en mi busca, pero te llevas un tesoro, un alma vieja y generosa, que tú has recogido en el balancín de las olas.

Muerte, no te temo, aunque confieso temer el momento en que te lleves a quienes quiero. Pero tú, Muerte, solo eres rechazada por quienes no tienen un cielo en su imaginación, un paraíso en su mente, un futuro incalculable e inmenso para empezar de nuevo.

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La puerta


Ante mí, inexpugnable, se erguía la puerta. Yo debía cruzarla; sin embargo, no recordaba cuál era el mecanismo de apertura, y a mis espaldas percibía el fragor de los pasos de mis perseguidores, cuyo estruendo cada vez más perceptible añadía presión a mis nervios desatados, pero aquella puerta hermosamente trabajada se mantenía infranqueable.

Mis manos estaban cansadas de golpearla, y mis hombros de empujar; detrás, mis viejos enemigos se acercaban inexorablemente. No podía entrar.
El portón cerraba una fortaleza en cuyos bastiones me parecía percibir sombras de encapuchados, grises siluetas que permanecían tan silenciosas como la misma puerta.

Repasé una vez más en mi cabeza el mapa de mi vida, para comprobar que aquel era, con toda seguridad, el sendero, aquella era la fortaleza soñada, no me había equivocado. Por cierto que en el mapa también aparecían ellos —mis perseguidores—, a los que nunca había dejado atrás; aunque en algún momento me había alejado de ellos, no había podido dejarlos atrás, y ahora se acercaban cada vez más.

En un último intento desesperado grité: ¡abrid, abrid!, mientras aporreaba la puerta con los puños heridos, pero no se abrió.

Los enemigos habían llegado, ya no quedaba tiempo, cercanos muy cercanos escuchaba los gritos enardecidos, el crujido de sus armas, el golpeteo de sus pasos. El momento había llegado, así que, armándome de valor, me volví para enfrentarlos. Y al hacerlo sentí que, con un suave chasquido, la puerta se abría: valor era la consigna, el valor recién encontrado…

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Hablar abreviando

 

Hace algún tiempo, una señora a la que no conocía me dijo: «¿Puede alcanzarme ese papel, porfa?».

Lo que más me llamó la atención fue el «porfa», tan común entre los niños. Me pregunté si no era un poco forzado entre personas adultas que no se conocían de nada. No le di mayor importancia.

Desde entonces, y coincidiendo con algunas gestiones burocráticas en las que uno espera su turno y escucha para entretenerse lo que dice la persona que va delante, he tenido ocasión de oír frecuentemente el «porfa» susodicho para dirigirse a un funcionario detrás de un mostrador o para pedir una prenda de vestir a la dependienta de una tienda de ropa.

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Los libros

 

Se me acabó la inspiración, el goteo azul de mi bolígrafo se ha detenido y miro desalentada la página en blanco.

A mi alrededor los cuadros cuentan sus historias, y los lápices pujan por destacar en el lapicero, deseando ser elegidos. Y en las estanterías, en ordenada rebujina, mis libros esperan…

Mis libros que ofrecieron caminos, me abrieron puertas, me aportaron sueños, me propiciaron victorias, me castigaron con derrotas y narraron batallas y romances, intrigas y viajes, escondites y memorias, olvidos y recuerdos, verdades y mentiras.

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Ruido y silencio

 

La voz de la vida flotaba en el silencio, y repartía sus secretos entre los innumerables seres. La canción eterna, transportada desde siempre, podía ser oída e interpretada por los sedientos de respuestas.

El silencio palpitaba en la inmensidad del mundo como el mar primordial donde nacían las verdades, para alegría y sosiego de las almas deseosas.

Pero un día el silencio dejó de generar consuelo para los seres dolientes. El alboroto consiguió esconderlo ante los humanos.

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La prisionera

Un día observó a su madre y la vio desgastada y débil, y ató a ella su corazón.

En otra ocasión una perrita flacucha de ojitos zalameros le sonrió como solo saben hacerlo los perros perdidos, y quedó enlazada a su vida en adelante.

Se casó con un hombre bueno y se aprisionaron el uno al otro entre amores y disputas.

Y su mejor amiga se marchó lejos dejándola clavada en el pasado.

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