El pensamiento Alicia

No estoy seguro de si la primera vez que lo leí u oí, fue en boca del filósofo español Gustavo Bueno, pero fuera como fuese me llamó la atención por lo acertado de la elección, haciendo una clara y simpática referencia al cuento de Lewis Carroll “Alicia en el país de las maravillas”. Y digo acertado porque al llamarlo así consigue que la idea esté presente en mi deambular por la vida, pudiendo fácilmente detectarlo tanto en mí como en los demás.

Pero no debemos confundir optimismo, actitud que confía en las posibilidades de un futuro mejor, pero comprendiendo y asumiendo los problemas reales, o como dice la RAE “Propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más favorable”, no confundirlo, decía, con “El pensamiento Alicia”, que consiste, entre otras cosas, en creer que todo está bien, que todo es maravilloso o lo será, sin duda alguna, dando la espalda a la realidad presente y palpable con toda su gama de dificultades y barreras.

Lo cierto es que una mentalidad de ese tipo, tan triunfalista, tiende a repetir las mismas acciones una y otra vez, una y otra vez, introduciendo cambios mínimos a lo largo del tiempo. Lo cual es muy lógico, ¡como todo está bien…! ¿Para qué cambiar nada? Por lo tanto, todo sigue igual, es decir, los mismos problemas de siempre ante la pertinaz ceguera triunfalista acostumbrada, sin darnos cuenta de que para obtener resultados diferentes hay que hacer cosas diferentes. Si durante años hemos tenido una determinada actitud con pobres resultados, lo suyo sería replantearse esa actitud, pues algo falla, y no podemos culpar a la vida por no ajustarse a nuestros deseos. ¿No será más bien que estos no se ajustan a la vida?

Instalarse en el pensamiento de Alicia tiene ese peligro, que nos separa del pulso real de nuestro tiempo, y nos condena a repetir continuamente, sin apenas variación, los mismos actos con los mismos resultados. Como si lo importante fuera ser fiel a una creencia de cómo son las cosas, y no tanto a la verdad que está ahí para quien quiera verla. Y seguramente habrá muy buena voluntad en los seguidores de ese pensamiento, del que todos podemos ser víctimas, pero hemos de abrir los ojos: las cosas son como son, y para que lleguen a ser como las soñamos no podemos perder de vista la realidad del ahora, verdadera fragua de cualquier cambio.

Idealista, relativista y escéptico

Todo eso es posible ser sin por ello caer en contradicciones. Sé que desde que Tales de Mileto habló del Arché, la filosofía evolucionó hacia posturas contrapuestas que no solo animaron el panorama de la Grecia antigua entre platónicos y sofistas, sino que llega hasta nuestros días, es un debate antiguo y sin resolver que nos hace tomar posiciones que desembocan en acaloradas discusiones, pues determinan, muchas veces, el sentido que para unos y otros tiene la vida. Permitidme, pues, poner mi particular opinión sobre el tema, aunque ya se ha tocado anteriormente en este blog.

Los idealistas u objetivistas son aquellos que creen que existe una única realidad, la misma para todos más allá de la particular percepción que cada uno tenga; esa es la base de la ciencia, aunque en lo moral parezca que no es aplicable.

Los relativistas son los que piensan que no existe una única realidad, y que por tanto todas sirven, todas son reales y justificables.

Los escépticos por su parte piensan que no existe ninguna realidad, y que si existiera (parafraseando a Gorgias) el hombre no podría apresarla, y si la apresara sería imposible comunicarla… lo cual me recuerda el famoso dicho de Lao-Tse cuando dice en el Tao-Te-King aquello de “El Tao que puede ser expresado no es el verdadero Tao”, una frase escéptica para con la capacidad de expresión que tienen las palabras, pues la palabra nunca es la cosa que expresa, y necesita de la común experiencia entre los interlocutores: si hablo de amor, solo podrán entenderlo los que amaron, y aun así, esta tomará unas connotaciones u otras según que el amor vivido fuera posesivo o generoso.

Conclusión: todos tienen su punto de verdad, o me lo parece, pues creo que existe una realidad “metafísica” que es la misma para todos, como ya explicó Platón (por encima de las formas que adopta un caballo esta la idea de la especie); pero la percepción que cada uno tiene en función de su experiencia, cultura e intereses es distinta y, sin embargo, respetable, pues para el que piensa así es real (la base de la democracia); y por último, la idea escéptica de que no existe la verdad de nada (conclusión a la que llega el relativista) es cierta en el plano de la vida perceptible donde todo fluye, todo es cambiante, y para mí, eso se asemeja a una actitud de respeto y hasta de humildad ante una posible realidad que escapa a la razón.

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Mi viejo amigo, Sarcasmo

Tengo un viejo amigo con el que, como con todos los viejos amigos, he pasado muchas horas juntos, muchas alegrías e infinitas decepciones, interminables conversaciones y monólogos. Pocas veces solemos estar de acuerdo, de ahí las broncas que hemos tenido y tendremos; él me dice lo equivocados que están todos, que soy a veces demasiado pusilánime y no me hago valer, y claro, por ahí él va y suelta, por mi boca, alguna de sus frases sarcásticas que dejan a todos helados, a todos menos a mí, que se me suben los colores. Entonces lo miro enfadado y le pregunto: ¿y qué has conseguido con eso? ¿Sentirte más listo que nadie? ¡Pues fíjate que ha sido al precio de humillarles inútilmente! Él se da cuenta de su egoísmo, no sin cierta resistencia (tiene su orgullo) y acaba por darme la razón.

Pero él es como es, y como dice la genial canción de Serrat “Cada loco con su tema”. Por ello me visita de vez en cuando y siempre logra meter baza, no puede evitarlo, aunque últimamente ha mejorado mucho sus modales y sus intervenciones suelen ser divertidas y moderadas. Y cuando preveo que se va a ir de la lengua por algo que le hace enfadar, le pido que antes me lo diga al oído; yo le escucho con paciencia, pues suele tener sus buenas razones. Entonces sopeso rápidamente el efecto que pueden causar sus palabras y la utilidad de las mismas antes de “traducirlas”, aunque puedo equivocarme, claro.

Esta interacción entre mi amigo Sarcasmo y yo ha dado muchas, divertidas, y muy buenas veladas de conversación sobre los más variados temas, lo cual me ha granjeado cierta fama de polémico. No digo que no, y seguramente el título de mi sección “filosofía contracorriente” es también fruto de esta rica interacción.

Gracias, amigo mío, tu agudeza espolea mi imaginación y descubre las incoherencias, pero ya sabes lo que siempre te digo… ¡No te pases!

¿Para qué sirve?

Hace tiempo leí en un artículo de arte que la belleza de un cuadro no está tanto en la pintura como en la mirada del observador. Recuerdo que eso me impactó, porque estaba diciendo que da igual lo bella que sea una obra de arte; si el espectador no tiene dentro de sí algo de artista, de sensibilidad para lo bello, esa obra de arte no le servirá de nada, será lo mismo que mirar cualquier otro cuadro sin calidad artística, no se dará la experiencia de reverberación que permite vibrar en sintonía. Quizá por eso el arte moderno ha tomado otros caminos…

Pero algo parecido sucede con el saber, con la comprensión de las cosas. Ya Platón nos hablaba de la mayéutica, el arte de enseñar haciendo que el saber brote de uno mismo, pues en realidad se trataría de “recordar” y no tanto de aprender algo nuevo. También Nietzsche es muy claro cuando dice en su libro Ecce Homo: “En última instancia, nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia”. Y añade que el problema grave sucede cuando no se oye nada, pues surge la ilusión de que en realidad no hay nada que oír.

De ahí la pregunta que da título a esta reflexión, para qué escribir nada si tan solo seremos entendidos por aquellos que ya lo sabían, para los que nuestra exposición no es nueva, entrando así en un círculo vicioso que se retroalimenta, que como mucho crea la sensación de seguridad, de estar en lo cierto entre los que sí nos entendemos. Para qué sirve entonces tanto esfuerzo.

Me consuelo al pensar que esto no es del todo cierto, que además de aquellos que ya saben y por eso comprenden (o creen saber y comprender), hay otro tipo de personas, los que sin saber necesitan comprender, y esa necesidad sincera se expresa de forma poco clara pero con mucha fuerza, tomando a veces la forma de la rebeldía, del inconformismo, de la búsqueda insaciable entre libros, amigos, experiencias, viajes, etc., etc. A los ojos de los que no sufren (o gozan) esta necesidad, parecerá que estos buscadores están “enfermos”, y entonces viene a mi memoria una frase de Jodorowsky que dice: ”El arte que no cura no es verdadero arte”.

Sobre discípulos y maestros, profesores y alumnos

Como todos los años por estas fechas de septiembre, miles de niños comienzan el curso escolar, y otros tantos profesores afrontan la avalancha de niños, y de nuevo veremos jóvenes que no se toman en serio sus estudios, chavales que no conocen el respeto debido a sus profesores, y profesionales de la enseñanza que hacen lo que pueden, no sin cierto desespero, ante la situación de las cosas. Y sin entrar en el tema de la educación, pues no soy quién, sí quiero traer a la memoria de todos, por afinar criterios, el viejo significado de lo que es un maestro, y por extensión del discípulo, conceptos que han sido muy utilizados y, quizá por ello, han perdido gran carga de su sentido al confundirse con palabras como “gurú” y “adepto”.

En este sentido el diccionario de la RAE no nos es de mucha ayuda, pues no alcanza a expresar las sutiles diferencias entre unos y otros. Veamos: hasta donde yo entiendo, un profesor enseña una ciencia, un conocimiento que es intelectual, que se memoriza y se comprende. Pero un maestro puede enseñar todo esto y además la vivencia de la enseñanza, o al menos guiarnos para poder vivirla; por eso hoy en día esta expresión se utiliza sobre todo en las artes, y especialmente en la música, pues se trata de un conocimiento que requiere por nuestra parte vivirlo, sentir la música e interpretarla, de forma que hacemos nuestro ese saber. Por su parte, un “gurú”, tal y como se entiende normalmente, es alguien que enseña una doctrina, algo en lo que creer, un camino supuestamente espiritual con todo su abanico de normas morales.

Así pues, encontramos que un profesor tiene alumnos que aprenden una enseñanza intelectual, un maestro tiene discípulos que viven y hacen suya las enseñanzas, y un gurú tiene adeptos llenos de fe por su doctrina.

De las tres posibilidades prefiero la del maestro, pues el profesor, al enseñar algo de manera intelectual, se suele alejar del interés de sus alumnos tan llenos de vida. Y un gurú no es admisible en ningún sistema serio de enseñanza ¿Acaso son poseedores de la verdad, alguien lo es?

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Orgullo y humildad

No estoy seguro de poder explicar de forma clara y concisa mi afición por las dualidades; es como una intuición, o un reto que me lleva a querer resolverlas. En esta ocasión podría haber puesto como título “humildad y autoestima”, en el sentido de que pueden ir de la mano, que son sumables y no contradictorios cuando se profundiza un poco en lo que expresan. Pero como no soy ajeno a la necesidad de los títulos llamativos, con gancho, y demás tretas periodísticas, he optado por presentar el tema como un enfrentamiento de dualidades, el orgullo contra la humildad, la prepotencia contra la falta de autoestima. Resolvamos el conflicto, intentémoslo al menos.

Veamos: si el orgullo es un exceso de autoestima, digámoslo así, tampoco creo que sea recomendable ir más allá de la humildad, pues un exceso de ella nos puede conducir a ser sumiso e indeciso, lo cual es un fuerte obstáculo para muchos logros personales por la falta de fe en uno mismo.

Y una vez más invocamos las sabias palabras del Buda: “el camino del medio, el camino del medio”. Siempre se impone la enseñanza del camino del medio como el idóneo, el que nos permite transitar la vida de la manera más plena posible, danzando en el difícil equilibrio de las dualidades, en “el filo de la navaja”.

Autoestima sí, orgullo prepotente no, humildad sí, ser timorato y sumiso no, claro que no.

Autoestima para atreverse a ser quien somos; humildad para no creer ser más de lo que nos corresponde. Autoestima y cierto orgullo para defender con pasión lo que creemos defendible y justo. Humildad para profundizar en todo lo que sabemos y abrir nuestra mente y corazón a nuevas enseñanzas y posibilidades.

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Ser o no ser… originales

Algunas veces, llevado de mi entusiasmo, hablo y hablo con mi gente sobre algún escritor o filósofo contemporáneo que me ha llamado la atención. Entonces expongo con mayor o menor brillantez y hasta donde la memoria me lo permite, las ideas que tanto me han gustado. Pues bien, siempre hay alguien que apostilla: “Pero si eso ya lo decía Platón”, o Sócrates, o Aristóteles, o santa Teresa de Jesús… El caso es que eso me lo dicen para contrarrestar mis ímpetus expresivos, para quitarle importancia a lo que defiendo. ¿Es ese un argumento digno?

Sin embargo, eso es algo que a mí también me ocurre, sobre todo con Unamuno, y en cierto modo me indigna que me hablen de supuestas nuevas y genuinas filosofías o conceptos, cuando ni son tan nuevas ni son tan originales, y lo único que demuestra es que hay filósofos a los que ya no se lee, o no se les comprende, ya sea por la profundidad de su pensamiento o por tener un lenguaje no actualizado a los tiempos presentes. Quizá sea esa la razón, que cada tiempo tiene su especial sensibilidad, su tono diferente a otras épocas, y siempre se hace necesario reactualizar todas estas enseñanzas, que no es que se desfasen por superadas o antiguas, sino porque no son expresadas por filósofos contemporáneos, conocedores de nuestro presente y sus retos.

¿Hemos de callar, o no escribir, al no tener nada original que decir? No lo creo; más bien hay que redescubrir, reinterpretar y revitalizarlo todo, sin dar las cosas por sabidas. A mi modo de ver, el saber exige esta continua renovación, tanto en su vivencia como en su expresión. Quizá el mérito de los que ahora traen antiguas ideas o experiencias, dándoles un enfoque moderno, sea precisamente su nuevo lenguaje, algo que permite a millones de personas un fácil acceso a tantos y tantos tesoros.

A todos ellos, gracias.

El amor apesta

No, no me he vuelto loco, no he tenido una mala experiencia sentimental, ni me desdigo de anteriores reflexiones, como “Hablemos del amor” o “¿Pasión, o ternura?”, donde exalto y expreso mi incondicional admiración a todo lo que la palabra “amor” significa y abarca. Pero dicho esto, y aclarado el punto, no tengo más remedio que admitir y aceptar que, muchas veces, esa experiencia de comunión entre almas puede derivar en los más oscuros y espantosos planos de la conciencia, como puedan ser los celos, el odio, la sed de venganza, el maltrato físico o psicológico, y todo lo que desgraciadamente se desprende de ello. Con lo cual, y basados en tan mala vivencia, efectivamente, podríamos llegar a decir que “El amor apesta”.

Pero la idea no es mía, así reza una pintada en una de las calles céntricas de Madrid, escrita con muy buena letra, en minúsculas las dos primeras palabras y en mayúsculas, destacando claramente, “APESTA”. Siendo impactante también por estar escrito con spray de color negro sobre ladrillo rojo cara vista. Se presiente al ver semejante pintada una clara intención de compartir un gran dolor, una decepción enorme, hasta el punto de querer expresarlo en la pared del barrio, para que todos sepan “la verdad” sobre el amor.

Si por una de esas casualidades, o sincronicidades, el autor de ese mensaje mesiánico antiamor, leyera este apunte, me gustaría decirle que no, que se equivoca, que afortunadamente el amor no apesta, si no que huele a rosas, a sinceridad, a libertad, y a un grado notable de felicidad. Lo que sí apesta es nuestra manera de “administrar” tan misteriosa y maravillosa fuerza de unión. Lo que apesta es pedir, exigir, desear por todos los medios que nos amen en exclusividad absoluta como si en ello nos fuera la vida. Porque aquellos que de verdad aman sienten ese fuego manando de su pecho, y brillan como soles en un crisol de cálida generosidad, dando sin esperar nada. Y a mi entender, eso exhala el más bello de los perfumes, sin duda alguna.

El juego de las pistas

Recuerdo un juego que hacíamos, hace ya muchos años, la pandilla con la que veraneaba en la sierra. El juego consistía en ir al monte de noche, buscar una serie de pistas dejadas durante el día por uno de nosotros, para llegar a una aldea de montaña y desayunar un buen café. La única indicación que se nos daba era la característica de la primera pista, donde encontraríamos instrucciones para encontrar la siguiente. También sabíamos que esa primera pista no podía estar muy lejos de la encrucijada de caminos de la cual partíamos, aunque esos caminos llevaban a su vez a otros caminos…

Podríamos hacer un fácil paralelismo entre la vida, nuestras vidas, y este juego laberíntico y nocturno. Debo confesar que la primera vez que jugué me perdí por completo en esos montes de Dios, pues me dejé llevar por un exceso de confianza y las fantasías de mi mente. Pero la siguiente vez, habiendo aprendido la lección, fui el primero en llegar a la aldea.

¿Por qué cuento todo esto? Pues porque la vida se nos asemeja a un juego de pistas, todos buscamos lo que creemos es la felicidad, llamémoslo así o equilibrio emocional, despertar del ser, el encuentro con uno mismo, paz interior, la unidad en el amor, la liberación, etc., etc., etc. Pero nadie puede decirnos, o resolver, con “palabras” la verdad, nuestra verdad de todo eso. Algo así digo en una de mis anteriores reflexiones titulada “Nuestro hilo de Ariadna”, donde explico que al estar cada uno de nosotros en un punto diferente del laberinto, por fuerza, cada hombre tendrá su propio camino a recorrer.

Entonces, ¿cómo llegar a nuestra “aldea”? Pues sólo se me ocurre que siguiendo nuestras propias pistas, indagando en aquello que nos llama la atención, viviendo lo que sentimos como verdadero, pero también rectificando de rumbo, humildemente, cuando lo encontrado no nos convence del todo. Siguiendo una ley de “necesidad”, porque podríamos estar ante el más grande maestro de la humanidad, y sin embargo dejar que sus palabras nos resbalen. Esto sucedería porque nuestro “cuenco” de necesidades está en otro sitio. Y muy posiblemente, pasados diez o quince años, aquellas palabras vacías para nosotros, de pronto recobran todo su significado, porque ahora sí, ahora sí tenemos las suficientes “pistas”.

No ser más… ni tampoco menos

 

A veces, en este ir y venir de la vida y sus situaciones, nos encontramos con retos complicados, conversaciones donde se supone hay que estar a la altura, o proyectos que nos parecen muy difíciles, con lo cual nos acobardamos, pues todo lo que implica cambio, novedad, esfuerzo suplementario, nos repatea el hígado. Entonces nos sobrevienen las dudas: ¿seré capaz yo de hacer esto? ¿Y si me sale mal? ¿Y si todos se dan cuenta de que no soy tan bueno como aparento ser? De esta forma complicamos y agrandamos el asunto, pues mezclamos la dificultad propia de la situación con nuestro deseo de agradar, y cierto miedo a perder el prestigio ante los demás, a hacer el ridículo, y que nuestra dignidad se vea dañada.

Pero, mal asunto si dejamos que la vanidad sea el motor de nuestras acciones… porque entonces estaremos persiguiendo ser fieles a una imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos, una imagen repleta de prejuicios, enseñanzas que damos por válidas hasta convertirlas en creencias, de méritos pasados que nos enorgullecen y nos gusta mostrar, de opiniones ajenas que deseamos a nuestro favor, en fin, de tantas y tantas cosas adquiridas con el tiempo…

Pero si todo eso nos apresa y nos ahoga, hay que liberarse, hay que plantarse, decirse a uno mismo ¡basta! Y como decía un viejo poema que ya nunca más volveré a leer (pues lo he buscado sin suerte):

En ocasiones es necesario
mirar por encima de los tejados,
vaciar de trastos viejos el cerebro
y respirar un… ¡soy eterno!

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