
Si busca persuadir a alguien de que hace mal, actúe bien. Que no le importe si no le convence. Los hombres creen en lo que ven. Consigamos que vean (Henry David Thoreau).
La tarde otoñal cae, se insinúa el invierno. Tú y yo compartimos un café calentito mientras charlamos. Nos conocemos hace mucho, así que dejamos que las palabras vuelen y que sus alas nos trasladan a lugares imaginarios, a situaciones imposibles, a recuerdos queridos. Y de este modo alcanzamos territorios donde todo es posible, en los que residen ideas maravillosas.
—¿Qué te parece si hacemos un ejercicio de imaginación y traemos a nuestras charlas a alguien de nuestros sueños, alguien interesante? —digo interrumpiendo el repentino silencio.
—¿Interesante?, ¿cómo de interesante? ¿Acaso yo no te parezco bastante interesante? —dices sonriendo.
Eran dos personas muy distintas y, sin embargo, se atraían con esa fuerza irresistible de lo diferente.
Al principio fue como el baile previo al gancho demoledor que podemos ver en el boxeo. Rodeándose, se medían, mientras a su alrededor todo eran advertencias:
—¡Ten cuidado! Tiene muy mal carácter.
Su mirada recorrió lentamente el escenario; no le estaba gustando la obra, el actor no era creíble, demasiado afectado. La voz demasiado engolada, excesivamente alta como el estridente canto de las chicharras del verano, lo fueron llevando a una suerte de adormecimiento mientras sus ojos seguían recorriendo el escenario en busca de algo, en busca de sentido.
Y en su imaginación él se convirtió en el protagonista; ahora su voz era suave, sus gestos más naturales y no llevaban al adormecimiento sino a una suerte de atención que despertaba a los espectadores.
Ahí estaba él, valiente, generoso, digno, una suerte de héroe, ¡un verdadero actor!
Dos pinceladas, es todo lo que necesito. No me des demasiados detalles, no me describas exhaustivamente al personaje, deja que mi imaginación rellene los huecos que dejó tu relato. Ese mechón que cae melancólico sobre la frente me permite ver a ese joven pensador que es tu protagonista. Deja que sea mío también, permíteme adueñarme de tu creación, yo solo soy un lector, pero un lector activo.
Pero sí, detente en los pequeños detalles que pintan el paisaje de tu historia, como esa rosa antigua de llamativos pétalos pero que solo son cuatro, o la exuberante rosa aterciopelada de apretada y perfumada corola.
Escribe tu historia, pero déjame que yo, al leerla, la haga mía; la construiremos juntos y, probablemente, tu joven pensador y el mío tendrán diferentes rostros en nuestra imaginación pero su alma, el alma de tu personaje, será también mía.
Había una idea que saltaba en mi mente, como si tratara de jugar conmigo, a veces casi la atrapaba, pero nunca era el momento oportuno para plasmarla en un papel, en un acto, en una canción, a pesar de que cuando se asomaba me la repetía interiormente para no olvidarla. Pero al llegar a casa se había esfumado.
Poco a poco la idea se fue durmiendo en mi interior y no pude encontrarla. No era capaz de hacerla brotar, no podía exprimir mi mente para que la derramara.
Muchas veces pienso en aquella idea que me encantaba, que me ayudaba a vivir, que me hacía sentir mejor y como un destello me parece sentir dentro de mí que la idea despierta, pero tan brillante como fugaz apenas me da tiempo de asirla.