«No hay ser humano, por cobarde que sea, que no pueda convertirse en héroe por amor» (Platón).
Hace algún tiempo, una señora a la que no conocía me dijo: «¿Puede alcanzarme ese papel, porfa?».
Lo que más me llamó la atención fue el «porfa», tan común entre los niños. Me pregunté si no era un poco forzado entre personas adultas que no se conocían de nada. No le di mayor importancia.
Desde entonces, y coincidiendo con algunas gestiones burocráticas en las que uno espera su turno y escucha para entretenerse lo que dice la persona que va delante, he tenido ocasión de oír frecuentemente el «porfa» susodicho para dirigirse a un funcionario detrás de un mostrador o para pedir una prenda de vestir a la dependienta de una tienda de ropa.
Se me acabó la inspiración, el goteo azul de mi bolígrafo se ha detenido y miro desalentada la página en blanco.
A mi alrededor los cuadros cuentan sus historias, y los lápices pujan por destacar en el lapicero, deseando ser elegidos. Y en las estanterías, en ordenada rebujina, mis libros esperan…
Mis libros que ofrecieron caminos, me abrieron puertas, me aportaron sueños, me propiciaron victorias, me castigaron con derrotas y narraron batallas y romances, intrigas y viajes, escondites y memorias, olvidos y recuerdos, verdades y mentiras.
La voz de la vida flotaba en el silencio, y repartía sus secretos entre los innumerables seres. La canción eterna, transportada desde siempre, podía ser oída e interpretada por los sedientos de respuestas.
El silencio palpitaba en la inmensidad del mundo como el mar primordial donde nacían las verdades, para alegría y sosiego de las almas deseosas.
Pero un día el silencio dejó de generar consuelo para los seres dolientes. El alboroto consiguió esconderlo ante los humanos.
Cuando un recuerdo revolotee hacia ti como un pájaro, recógelo y déjalo impreso en el papel.
Y si sientes que las tenazas de las dudas se clavaron sin compasión en tu mente, pregúntale a la pluma con la que escribes.
Cuando la humilde flor o el radiante amanecer te emocione, conviértelo en bellas palabras.
Un día observó a su madre y la vio desgastada y débil, y ató a ella su corazón.
En otra ocasión una perrita flacucha de ojitos zalameros le sonrió como solo saben hacerlo los perros perdidos, y quedó enlazada a su vida en adelante.
Se casó con un hombre bueno y se aprisionaron el uno al otro entre amores y disputas.
Y su mejor amiga se marchó lejos dejándola clavada en el pasado.
Los grandes filósofos de otras épocas ya no están físicamente en este mundo y, sin embargo, permanecen eternamente presentes con su legado de ideas, válidas para todo aquel que quiera acercarse a ellas.
Si uno de ellos aparece en nuestra vida (porque siempre hay filósofos que predican con el ejemplo, incluso en momentos de escasez moral como los nuestros), nos queda además la constatación de que sí es posible concebir un ideal de vida y ajustar el trabajo y la conducta, o sea, toda la existencia, a él.
Una gran filósofa acaba de marcharse y algunos hemos tenido la suerte de conocerla. Vivió en perpetuo ejemplo, repartiendo generosamente las perlas de sabiduría que había conquistado.
¿Sus señas de identidad?
* su sonrisa, en la salud y en la enfermedad, en el trabajo y en el descanso;
* una mirada acogedora, nunca desafiante, siempre sincera, animando a todo aquel que quisiera acompañarla en el objetivo de ser un poco mejor para beneficio propio y de la humanidad;
* su juventud de alma, que no hacía mucho caso a un cuerpo que ya llevaba muchos años acompañándola;
* maestra en su labor pedagógica constante, ejemplo de conducta nunca defraudado;
* señora del castillo, abierto a cualquier caminante que necesitara abrigo, consuelo en el desánimo, aliento para seguir la ruta. Sí, señora como la de los antiguos señoríos, gobernadora del fuerte y madre amantísima de amigos y vasallos.
Nada mejor que el recuerdo de su dignidad permanente, de su saber estar, de su amor incondicional, de su trabajo tenaz.