Recuerdo… recuerdo que cuando era una cría iba por mi día fijándome en todo, absolutamente en todo. La imagen de verme a mí misma como a un «farero» es imborrable. Yo era simplemente alguien que observaba lo que ocurría en su entorno, con ojo analítico, memorístico, hilador… pero que evitaba incordiar a todo aquel film de sesión continua que tenía lugar a mi alrededor: la vida. De hecho, me asustaba si alguien interpelaba directamente a mi persona, con una extraña sensación de «¿cómo habrá entrado un actor hasta aquí?».
Desde ese chulísimo y seguro faro me hacía muchas preguntas. Algunas de ellas las recuerdo bien. Una de mis favoritas era: ¿qué animal habrá sido ese hombre, justo antes de ser hombre? Es increíble cómo las personas se parecen a los animales. Mi padre, sin ir más lejos, es igualito que un sapo. Gordito, pequeño, de ojos saltones y siempre sentado. Hay gente que ríe como los caballos o que anda moviendo la cabeza de alante atrás como los pájaros.
Otra de las preguntas más interesantes de todas para aquella niña de nariz husmeadora era: ¿cómo se distinguen las profesiones de todos estos señores que andan a mi alrededor? Lo sabía por sus maletines, por sus batas, por el quiosco que les rodeaba, o los pasteles que les parapetaban. Lo sabía por su conversación, su cámara de fotos, su camión. Antes era sencillo distinguir las profesiones. Como decía mi abuelo: «la gente se dedicaba a algo, no a ser oficinista como ahora, que no sabes quién hace qué».
La profesión más difícil de descubrir era la de filósofo. ¿Cómo se detecta a un filosofo? ¿Qué los distingue? Yo solía buscarlos con barba larga y blanca y a ser posible con gafitas pequeñajas y cara de listos. Además me parecía necesario que fuesen preguntones, curiosos más bien y que mirasen raro, así como si al fijarse en tu cara, en realidad, te estuviesen leyendo el pensamiento. Y sin embargo, a pesar de tanta rareza, estaba segura de que en su fondo debían de ser gente simpática, por serenamente sabios.
Nunca encontré un filósofo de verdad. Estuve doce años buscando y no se cruzó conmigo ni uno solo de esos señores cuya profesión se basa, por lo visto, en encontrar respuestas.
Ahora sé perfectamente dónde encontrarlos y cómo son. Pero han tenido que pasar 35 años para eso y hoy se me ha acabado el tiempo. Ay, el tiempo, también es curioso el tiempo.