Estando en la feria del libro de Madrid el pasado domingo 28 de mayo, vi que un hombre, muy interesado, cogía un libro del expositor de una de las casetas. Entonces el librero, muy atento, le dice que es una novela histórica ambientada en el Egipto de los faraones, con lo cual el individuo hizo un gesto feo y violento de rechazo, despreciando el género de la novela en beneficio del ensayo. Al verlo no pude dejar de intervenir, ya sabéis que lo mío es la filosofía contracorriente, con lo cual me dirigí al caballero y le dije con voz alta y clara: «Permítame un consejo; yo de usted no despreciaría la novela histórica. Una buena novela está bien documentada y todo lo que dice sobre la época, las costumbres, las ideas y los sueños de esa cultura y ese tiempo son ciertas. El argumento solo es un pretexto para introducirnos en ese mundo y permitir que lo vivamos a través de los personajes; no tiene nada que envidiar a un ensayo». El señor me miró algo consternado, y es que no es muy común que alguien intervenga en esas lides. Entonces hizo un gesto forzado de sonrisa y asintiendo levemente con la cabeza, pero sin creerse nada de lo que le había dicho, desapareció entre el gentío.
Miré al librero, que me sonreía visiblemente satisfecho y le dije: ¡Si Unamuno levantara la cabeza! Y es que recuerdo haber leído que nadie como él defiende el vehículo literario de la novela. La novela nos permite identificarnos con los personajes, vivir en ellos, pensar y sentir con ellos, y nada puede superar a las enseñanzas que aprendemos de la vida porque estas se graban a fuego en nuestra conciencia. Cierto que la novela no es exactamente la vida, pero muchas veces se le parece si nos entregamos con pasión a ella, y otras tantas, esas lecturas inspiran a su vez nuestra vida real.
El ensayo está muy bien… y la novela también.