Era muy pequeño, tan pequeño que te hacía recordar qué es la ternura. Miraba continuamente a su alrededor a pesar de que no pasaba absolutamente nadie, ni nada. Intentaba sostenerse sobre sí mismo, mientras se desplazaba por aquellas escaleras de madera que le servían más de obstáculo que de apoyo.
No pude evitar ofrecerle lo más parecido a un cobijo que llevaba encima, mi bolso.
Aquella cría de gorrión llegó a casa con más miedo que plumas, y cargando de entusiasmo a todos los que luchábamos por él.
Durante los pocos días que duró su vida, escuché muchos comentarios que decían: ¿qué sentido tiene cuidarle?, sus días están contados. Siempre me venía a la cabeza la misma respuesta, que pocas veces hice voz: ¿por qué no dejas de comer «humano preguntón»?, tus días también están contados.
Cuando la vida es finita, es siempre corta. ¿Hace eso que deje de ser bella? ¿Qué hace que vivir unos días más merezca la pena? Seguramente, la manera en que se vivan. Si son llenos de verdades, de caricias del alma, de sintonía en la mirada, de comprensión de lo esencial… habrán merecido la pena. ¡Quién fuese capaz de vivir cada semana como si fuese la última! Aunque en realidad, solo nos lo impide olvidar que cada semana es un pedazo de vida.
Quiero dejar una pregunta en el aire, una que me hacía con aquel gorrión:
¿Seré yo su Dios? ¿Tendré yo alguien mucho más grande y que ve más lejos que yo, que cuida de mí, durante toda mi vida, aunque para él sean apenas unos días?