Es conocida la anécdota de que Kant nunca salió de su ciudad natal. Lo cual, sin embargo, no fue óbice para que, a través de la lectura, pudiera “conocer” el mundo hasta el punto de describirlo tan bien como cualquier nativo. En una ocasión describió con tanta exactitud la arquitectura del puente de Westminster que un oyente inglés le preguntó cuándo había estado en Londres, y si había hecho estudios especiales de arquitectura. Sus lecturas predilectas eran, aparte de obras de ciencias naturales o medicina, las descripciones de viajes. Sus libros estaban atiborrados de notas y correcciones, a las cuales acomodaba sus lecciones.
Quizá la razón de que viajara poco fuera su complexión enfermiza. También se dice de él que tenía una débil voz y pequeña estatura, ojos azules y rubios cabellos. La regularidad y la sencillez de su vida sostuvieron aquel organismo enfermizo: se levantaba a las cinco de la mañana, daba sus lecciones de siete a nueve o de ocho a diez, y hasta la una hacía sus trabajos más serios. Gustaba pasar entretenido dos o tres horas de sobremesa. Después daba su paseo diario, con tal puntualidad que servía a los vecinos para poner en hora sus relojes. A última hora se dedicaba a la meditación y a lecturas amenas. A las diez se acostaba. Le molestaban las interrupciones de esta distribución del tiempo, aunque fueran inevitables.
Sin embargo, tenía una fuerte voluntad: los últimos decenios de su vida estuvieron dedicados a su creación filosófica. También su memoria era sumamente vasta. Aun en sus últimos años recitaba largos pasajes de autores latinos y alemanes.