Hace unos días, mientras hacía unas compras, vi en la calle a lo lejos un grupo de gente y escuché música. Eran cuatro jóvenes que entre todos no llegarían al siglo. Rubios, de ojos claros y el alma en los ojos y en la frente. Serían centroeuropeos o rusos. Seguramente vendrían a dar un concierto por la zona, como integrantes de alguna orquesta y pensaron en sacar algún dinero haciendo su concierto particular en la calle. Eran un violín, dos acordeones y un contrabajo.
Nos paramos a escuchar. Era música clásica, alegre por lo general, a veces emotivamente lenta, temas conocidos universalmente casi todos. Siempre se agradece escuchar cosas bellas, que alegran el alma y mueven el corazón. No pude evitar mi crítica y vi que a pesar de la alegría y el espíritu que ponían en lo que hacían, colaban gatos. Pero eso no era lo importante, lo deseché al punto. Lo importante es que la calle estaba llena de hermosas melodías, antiguas pero siempre nuevas… y también llena de gente.
Gente que escuchaba embelesada, gente de todas las edades, niños, jóvenes, adultos, ancianos. Hasta hubo una viejecilla que se lanzó a bailar un tango que interpretaron. La gente aplaudía con gusto al terminar cada pieza, y el canastito se llenaba continuamente. Todos echamos algo. Todos teníamos agradecimiento en el corazón.
Me senté en un banco. Y pensé. Pensé, o mejor, como siempre, vinieron a mi mente cosas. Y solo os quiero citar la que me produjo un golpe interior.
Una captación negativa de la evidencia que nos rodea me acompaña todos los días, me amarga, me hace sentir en un desierto. ¿No hay nadie que tenga la cabeza en su sitio? ¿No queda nada auténtico, nada real, nada sin mezcla, sencillo y humano? ¿Qué será de mí, qué será de mi hijo? Suelo pensar.
Y la respuesta me llegó ese día. No porque los músicos de la calle interpretaban música auténtica, que lo hacían. Lo realmente milagroso, lo realmente bello era que eso auténtico estaba en los corazones de todos los que pasaban. ¡Lo reconocían! ¡Lo sentían! Y, cómo no, lo agradecían.
Pensé en aquel dicho: “Podéis engañar a un hombre toda su vida, podéis engañar a un pueblo por algún tiempo, pero no podéis engañar a toda la humanidad por todo el tiempo”. Y entendí su significado.
A pesar de mis temores, de mi pesadumbre y mi desesperación, estaba en un error. El hombre no estaba engañado, no se le podía engañar.
No sé cómo, ni sé cuándo, pero sí sé que lo auténtico pervive y lo falso se derrumba solo. Al final, desvestido y desnudo, no hay falsedades.