Retirarse

A días, uno siente que debe retirarse. No dejar de luchar, no rendirse, no es eso.

Retirarse de dejar en el suelo la espada y quitarse la armadura. Vestir únicamente el traje de monje que llevamos siempre debajo o quizás dentro, nuestra más profunda piel… y andar hacia un horizonte lo más árido posible.

La aridez es requerida para que ni la belleza de las plantas ni el canto de los pájaros nos despisten de nuestro objetivo, y no porque no sepamos apreciar todo ello.

La aridez nos es compañera, la mejor, pues no nos pide, no nos llama, no nos critica ni reclama. Nos acepta, es, está, acompaña.

Y desde ahí, desde la nada más posible que encontremos, que sea oscura, que sea limpia, que sea nuestra. Desde ahí, a días, debemos replegarnos hacia dentro y encontrar la soledad más grande del mundo, el silencio más grande del mundo y con ellos, rebuscarnos a nosotros mismos. Y ese re- es a propósito, pues sabemos quién somos y dónde estamos.

Alimento para el alma, es como yo lo llamo y, a días, mi alma pide quietud, pide descanso, pide soledad que no lo es, silencio que habla.

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