Sacramentos personales

Andaban tiempos de la escuela de magisterio, de vocaciones por formar pero muy enraizadas en el corazón.

Un señor tan mal tratado por la genética que hacía parar la respiración al cruzarte con él en la escalera, bajito, de extremidades asimétricas, manos retorcidas y habla entrecortada era, mira por dónde, mi profesor favorito. Ese extraño personaje, saltando su insignificante físico, mostraba una mirada en ojos azules, llena de sabiduría y dolor superado, intensa por lo pasado, más que por lo esperado. Don Antonio enseñaba teología, haciéndonos volver la vista hacia nosotros mismos, sin remedio, por unos motivos u otros.

Él nos mostró que todas las religiones tienen un mismo mensaje, que todos los hombres tienen un fondo bondadoso, lo utilicen o no, el sentido de la reflexión, la trascendencia de nuestros actos y otras generosidades similares, de sabio bueno, siempre oculto tras un cuerpo más que gris.

De todas sus enseñanzas, fueron los «sacramentos personales» los que más a fuego se marcaron en mí.

Contaba D. Antonio que aquellos símbolos que cada uno de nosotros transforma en sagrados por lo que significan para él, ya sean momentos, objetos, palabras, canciones, y que nos evocan no ya un recuerdo sino todo un aprendizaje, el cual recordamos al verlo, son absolutos sacramentos para cada uno de nosotros.

El día de hoy es uno de esos símbolos sagrados para mí. Lo evocado: el valor de vivir…

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