Hablando el pasado sábado con una amiga, me contaba, muy entusiasmada, que tenía un sobrinito, el cual la imitaba cuando hacía alguna posición de ballet (ella es bailarina) o se ponía a bailar con mucha gracia en cuanto escuchaba música. Yo sonreí (también me gusta el baile) y le dije de corrido: “Pues nada llévalo a una academia de baile, que le impongan disciplina, que lo conviertan en un niño prodigio de la danza, que se haga famoso y viaje por toda España cosechando éxitos, que se convierta en un divo engreído y genial, y que cuando ya sea mayor, el día menos pensado, te confiese lo mucho que te odia por haberle robado la infancia”.
Mi amiga confesó entonces que, efectivamente, conoce a alguien a quien le ha pasado eso mismo. No me extraña. Muchas veces los padres vuelcan sus propios sueños en los hijos, sin darles a estos la oportunidad de mostrar sus aptitudes naturales. Se parte de la idea de que al nacer venimos “vacíos” y sí, eso es cierto en gran medida, pero hay otra gran parte de nosotros que parece venir al mundo con algo (lo cual explicaría el fenómeno de los niños prodigio), de ahí la idea de la escuela de Platón sobre la educación y su mayéutica, donde se trata de que el discípulo llegue por sí mismo a educir, a sacar lo que lleva dentro, lo que ya sabe a través del diálogo.
Por eso pienso que todos necesitamos la oportunidad de educir aquello que late dormido dentro nuestro, sin una imposición rígida venida de fuera. Necesitamos un poco más de aire, especialmente en los primeros años de nuestra vida.