Lo cierto es que me gusta conversar con según qué personas; es enriquecedor observar las cosas con los ojos del «otro», siempre aportan matices nuevos, o refuerzan con otros argumentos y experiencias, ideas que ya estaban en uno mismo . Aunque también es verdad que esas mismas conversaciones le obligan a uno a hacer autocrítica, a desechar opiniones que se desvanecen ante la claridad de una buena conversación. Esto mismo nos ocurrió ayer sábado, sin ir más lejos, a una amiga y a mí, comiendo en el Ateneo Científico Literario y Artístico de Madrid por 6 € el menú (y bastante bien). Hablamos de muchas cosas, pero de entre todas ellas me quedo con un tema, el de si las personas cambian realmente.
Ella decía que la gente no cambia, o apenas cambia, que somos básicamente los mismos que hace diez o veinte años. Esta idea, que me parece bastante cierta (aunque no del todo) entre la gente sencilla, que se dedica a vivir su vida sin plantearse demasiadas cosas, me horroriza entre otros colectivos más comprometidos con la vida, la sociedad, su visión del mundo, y cómo no, entre los que, supuestamente nos autocalificamos de filósofos buscadores de la verdad, pues, lo queramos o no, soñamos con cambios sociales en nuestro entorno y en nosotros mismos.
Pero dándole vueltas, consultándolo con mi consejera la almohada, vi que sí, que eso es así, no cambiamos tanto. Lo que sí hacemos, o deberíamos hacer, es tomar conciencia de qué somos, y ser lo que somos, pero de otra manera, más consciente, más real, más auténtica. El viejo dicho (axioma para los muy leídos) que dice “Conócete a ti mismo” sigue tan actual como siempre, eso tampoco cambia. El siguiente paso sería aceptarnos, pero esa es otra historia.
Así pues, no tenemos más remedio que conocernos para ser conscientes de lo que somos; quizá eso sea más importante, o va antes de querer cambiar. Como le oí decir una vez a Jodorowsky: «Si no somos lo que somos, ¿quién somos?».