Luces

La serpiente siempre fue envidiosa de la luciérnaga

Estaba en el trabajo y tuve que subir a la segunda planta a coger algunas cosas. Pero era sábado, que solo va la mitad de la plantilla, y no había nadie en esa planta. Era temprano y aún no había claridad, así que encendí la luz, fui a mi mesa, cogí lo que necesitaba y vuelta al ascensor. Antes de irme apagué. El «dire» es como aquellas viejas de antes, que siempre iban detrás de ti apagándote la luz.

Apagué la luz, como digo, y me fui para el ascensor. A mitad de camino no veía absolutamente nada. Me paré y pensé: ¿Qué hago? ¿Me vuelvo, enciendo, doy la vuelta, llamo al ascensor, me vuelvo, apago y me vuelvo a volver? Pero siempre en estos casos me subyuga la pequeña prueba que se me presenta y no hice nada de eso. Me concentré, tratando de penetrar la oscuridad. No era posible. Estaba en una planta donde no entra casi luz externa, y además no había aún ninguna luz que pudiera entrar. Me planteé la distancia que podía haber hasta el ascensor. Tres metros, más o menos, pensé. Recurriré al tacto. También lo hacen los ciegos. Pero podría perfectamente haber algún obstáculo en el suelo que no hubiera visto al entrar. Puede ser. Estábamos en plena obra en el edificio, y a veces te encontrabas las cosas más peregrinas en medio del suelo. Bien, iré arrastrando los pies, lentamente.

Y así, deslizando los pies por la moqueta, las manos en postura de sonámbulo de los tebeos y los ojos desmesuradamente abiertos, llegué a la pared del ascensor. La fui palpando lentamente, buscando el botón. Debo tener cuidado –pensé–. De los dos botones que hay, uno de ellos está descarnado. Te puede dar un buen calambrazo. Hay que buscar el otro, el que funciona. Es fácil porque tiene el botón y resalta.

La idea era que el botón que funciona, además de llamar al ascensor, es de los que se iluminan, y al apretarlo tendría luz.

Al fin, ¡éxito total! Di con el botón, no toqué el otro, que da calambre, funcionó, es decir, se oyó un ruido lejano, señal de que la cabina había recibido la orden. El botón se iluminó.

Seguramente sabéis cómo son esos botones de los ascensores antiguos. Son de esos que los aprietas y hacen un contacto, con lo que se les enciende la luz, y vuelven a su posición pero mantienen la luz encendida. Tendrá dentro una bombillita de, digamos, cinco o diez vatios a lo sumo.

Pero no es la primera vez que lo comprobaba. De alguna manera ya lo sabía. Sabía que aquella luz era suficiente. Efectivamente. Mientras llegaba el ascensor miré a mi alrededor fascinado. Miré las paredes, los cuadros, mis propias manos. Mis ojos, acostumbrados hacía segundos a la oscuridad más absoluta, estaban preparados. Lo veía todo. En aquel momento aquella luz diminuta era más potente y clara que la del sol. Iluminaba todo lo que necesitaba.

Al fin llegó el ascensor, y luego, mientras bajaba, iba dándole vueltas a aquel pequeño episodio. Y concluí que una pequeña luz en la oscuridad ilumina más que otra mil veces más fuerte encendida en el pleno sol del mediodía.

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