Hacía tiempo que no se veían. Ambos estaban distintos. La cara era la misma, con alguna marca más que señalaba el paso de los días, unos dulces, otros largos y, a pesar de todo, para crecer.
Ella guardaba una mirada soleada, bella como antes, sabia más que nunca, más bien madura. Él mostraba actividad por doquier, inquietud alegre, multitud de proyectos pendientes contaban su estado.
Todos los recuerdos traídos al ahora les iban calando con emocionante ternura. La sensación de haber sido uno, más que dos, llenaba aquella cálida terraza del paseo arbolado en la que hoy, el aroma lo daba el pasado.
En un golpe de luz venida de cualquier parte, él se dio cuenta de que todos los proyectos estaban realizados, todo lo pendiente conseguido. Bastaba con parar, con ser, uno solo otra vez. Ya no había ninguna sombra tras la que correr. Ella dejó de sentirse sola, de esperar.
Este cuento recién inventado me sirve de bastón para contaros cómo he encontrado un palmo más de tranquilidad. A veces, corro sin consciencia detrás de algo o de muchas cosas, detrás de mí misma posiblemente. Y no llego, nunca llego, independientemente de los logros superados. Conocer, estudiar, quedar, planificar, retomar, buscar no me han resultado suficientes.
De repente, he tenido que parar, callar y solo ser. De repente, me he dado cuenta de que ya había llegado, ni más cerca ni más lejos, simplemente a mí. Yo estaba ahí, no tenía nada pendiente, más bien, necesitaba esperar en quieta contemplación de lo que fuera llegando y vivirlo. Respirar y sentir. Todo había estado siempre ahí y tenía su lenguaje, todo su voz. Los amigos, la compañía, la intimidad tan valorada no grita, pero es presencia absoluta, los hijos son, dan, el trabajo sirve, el cielo no cesa, mis latidos tampoco, mi cabeza se calla, mi conocimiento entiende, mi esencia (ella) se reencuentra con mi persona (él).
Descansad… nada ha terminado