Al final de la vida

Mi amiga es una luchadora, se ha buscado la vida de muchas maneras desde siempre, y ahora que le ha visto las orejas al lobo con la crisis, mucho más. Pero además reflexiona sobre lo que vive, busca el sentido de las cosas y aprende continuamente de sus experiencias. El resultado es que da gusto charlar con ella: es culta, alegre y sabia.

Me contaba el último capítulo de su historia: dos años trabajando en una residencia de ancianos, por las noches y más, a razón de una media de catorce horas, con un día de descanso, los lunes. Cuarenta ancianos a su cuidado, todas y cada una de las noches. Y todo con un contrato como limpiadora y por muchas menos horas, con lo cual, ahora que la han despedido, se queda con un paro casi simbólico, tras percibir un sueldo para el cual no hay calificativo, teniendo en cuenta lo mucho que da una persona madura, bien formada, con experiencia de la vida. Pero así están las cosas: «esto es lo que hay y si no te parece bien, ahí está la puerta» y «este mes os pagaré menos pero tendréis más trabajo», sin más explicaciones, y cosas así, por lo demás nada nuevo. Ya se ha corrido la voz de que está disponible y le llegan ofertas de personas mayores necesitadas de cuidados, de atención, de cariño, de ese plus que ella sabe ofrecer y dar a manos llenas.

Pero ya digo que mi amiga tiene habilidad para encontrar las mejores lecciones de la vida, y ha aprendido muchas en contacto con «sus niños», como ella dice. La primera de esas lecciones es que, cuando la vida se acaba, la gente empieza a hacerse preguntas sobre si tiene sentido vivir, y no son capaces de encontrar una respuesta satisfactoria, especialmente cuando al final lo que hay es soledad, sensación de abandono, o la impresión de que tanto trabajar para qué si al final no tengo nada. «Es como si nadie les hubiera enseñado a vivir y ahora se dan cuenta, cuando es tarde», reflexiona.

Ella ha visto cómo hijos, sobrinos y nietos se aprovechan de esos familiares ancianos, a quienes solo van a visitar para pedirles dinero, con total desfachatez. Llegan, piden y se van, sin la menor muestra de cariño, sin siquiera dar las gracias. Cómo los llevan a la residencia cuando les estorban, y cuando los necesitan para sacar provecho de su pensión, se los llevan a casa, sin preguntarles si eso es lo que quieren.

Ayer mismo había en el periódico una noticia sobre el aumento de los casos de malos tratos a ancianos, como síntoma del auge del egoísmo y la falta de humanidad. ¿Qué nos está pasando? Habría que recordar lo que decían los antiguos egipcios, tan sabios: «trata bien a tus mayores, pues cuando tú lo seas querrás que te traten bien a ti».

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