Uno de los males del mundo occidental es que, disponiendo de más bienes materiales que nunca, tenemos la permanente sensación de que nos falta algo.
Es una sensación reciente, pues ni nuestros padres ni nuestros abuelos lo sufrieron. Ellos tuvieron una época de enormes carencias, sobre todo aquellos que vivieron durante y después de las grandes guerras europeas. En España, a los problemas de la guerra entre compatriotas se sumó luego la escasez y pobreza de la posguerra. Y luego vinieron otro tipo de carencias políticas. Estas dificultades le daban a uno algo a lo que sobreponerse, algo que superar, algo contra lo que luchar, en el caso de la política.
Pero este blog no tiene una temática política, sino filosófica, y por lo tanto no relacionada con lo que le acontece a la sociedad, sino al hombre. No hablamos de carencias sociales, económicas o políticas, sino de carencias humanas.
Primero deberíamos preguntarnos: ¿pero realmente nos falta algo? El viejo dicho, seguramente de origen estoico, nos dice que no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita; el budismo o el taoísmo también insisten en matar el deseo, en dejar fluir los acontecimientos e incluso Jesús, en una de sus parábolas, nos dice cómo los animales no se preocupan por lo que tengan que comer mañana. No necesitamos mucho más para ser felices: en el cuento de Tolstoi, el hombre feliz no tenía camisa. Este hombre feliz nos diría que en realidad nada externo nos hace falta para la felicidad, y si algo nos faltara es la necesidad íntima de realización.
Creo que la sensación de que algo nos falta es un nuevo tipo de depresión. E incluso diría que es algo que sucede más en la primavera o verano, frente a la típica depresión o tristeza interior típica de otoño e invierno. Es una sensación de que aunque tenemos casi de todo no somos felices porque tenemos una enorme insatisfacción interna. Insatisfacción que no es por la falta de algún bien material.
Quizá es que nuestra sociedad capitalista basa su funcionamiento en la creación de necesidades materiales (reales o artificiales) para poder vender unos productos que enriquecen a quien mejor se aprovecha de su comercialización: inventor, creador, inversor, fabricante, distribuidor, vendedor e incluso hasta el imitador. La riqueza ya no se consigue con la propiedad de los medios de producción, sino con saber aprovechar la oportunidad. Si ninguno tuviéramos necesidades, no compraríamos nada y la enorme maquinaria se pararía. No sé cómo los antisistema no se han dado cuenta de que en lugar de ir a protestar y ser golpeados por la policía en cualquier reunión del G7 o del FMI, es más sencillo ponerse de acuerdo en no hacer transacciones comerciales: no comprar, no usar el dinero, no consumir. Pero de nuevo nos desviamos a la política…
¿Qué podemos hacer? Como aprendiz de filósofo, podría recomendar la lectura de escritos de algunos estoicos como Epícteto, Séneca o Marco Aurelio. Podría recomendar la lectura de manuales budistas. Podría recomendar la práctica de la filosofía. Pero como «filósofo cotidiano», sé que esto es muy difícil de llevar a la práctica. Y no me refiero simplemente a no caer en el consumismo o en las compras impulsivas: eso, al fin y al cabo, es tan solo una patología. Me preocupa mucho más esa tristeza interior que he visto en varios amigos, que pese a tener una familia extraordinaria, grandes amigos, ninguna penuria económica, una buena formación intelectual y moral…, sin embargo no saben qué les falta. Quizá el primer paso sea preguntarnos, darnos cuenta del problema para así poder empezar a solucionarlo. Y a continuación, evitar esa sensación de tristeza, esas ganas de llorar y alegrarse por estar vivo, por este mundo tan maravilloso (quizá en un próximo blog de filosofía y música debería poner la letra de «Gracias a la Vida» o de «What a wonderful world»). ¡Alegría!