Los loros son unos animales muy simpáticos que a todos nos hacen mucha gracia. Se dice de ellos que son los únicos animales que saben hablar. Es cierto, dicen multitud de palabras, pero con una única condición: que antes las hayan escuchado muchas, muchas veces, de las voces de las personas que con ellos conviven.
Así pues, y dotado de un órgano fonador muy versátil, aunque no tanto, por supuesto, como el humano, es capaz de articular palabras que son perfectamente entendibles por cualquier persona.
A mi cuñado se le murió hace unos años un loro que convivía con su familia desde hacía mucho tiempo. Según él murió de repente, y contaba que, en su opinión, se le había atragantado una pipa de girasol, lo que probablemente le llevó a la muerte, dada su ya avanzada vejez. De todas maneras no comprendía cómo había muerto de la noche a la mañana, porque –según contaba– el día anterior había estado charlando con él tan normal, como siempre. Charlando un poco de todo. Además, no fumaba ni bebía nada con alcohol.
Pues sí, los loros hablan. Lo que ya no estamos tan seguros es de que comprendan lo que dicen, ni que entiendan lo que se les dice a ellos. En muchas ocasiones no va parejo en absoluto la articulación de palabras, frases e incluso discursos, con la comprensión que tiene de ello el propietario de la boca. En muchas ocasiones basta haber escuchado las mismas palabras muchas veces para luego repetirlas con la mayor desfachatez –como el loro– sin tener la menor idea de lo que se está diciendo.
Sí. Hay muchos seres humanos-loros.
Pero existe una gran diferencia (a favor del loro, por supuesto), y es que al loro no se le ocurre pensar ni por un momento que sabe de qué está hablando, pero los otros están absolutamente convencidos de que lo que expresan es fruto de su reflexión y experiencia, y no repetición mecánica de lo que han escuchado muchas veces.
De esta manera, y a falta de prudente y elemental discernimiento, cualquier falsedad se puede convertir en verdad, contando con que el loro no se plantea nunca la autenticidad de lo que escucha. Si su amo lo dice… por algo será.
Así, cientos, miles, millones de hombres y mujeres loros hacen circular su insensatez por el planeta, porque plantearse en sí mismo y con sus propias armas la ardua batalla de discernir lo verdadero de lo falso es tarea que solo abordan los valientes y los dotados de inteligencia humana, capaces de soportar el estado de duda que lleva a la certeza. Ya sabemos que un hombre sin dudas es un hombre sin certezas. Sus certezas son siempre prestadas de otro, lo que, llegado el momento crucial, no le sirven para nada en absoluto, porque no son suyas. No ha sido capaz de atravesar el desierto del “no sé” de Sócrates y, en consecuencia, nunca llegará por sí mismo a ninguna certeza en su vida, lo que le hará incapaz de actuar basándose en sus propias convicciones. Cae la persona o ideología que le prestó sus certezas y, lógicamente, cae él mismo. Porque en realidad no era nadie, era solo un ser-loro.
Lo único que lleva a la certidumbre es la incertidumbre.
Como dijo E. Kant:
La inteligencia del hombre se mide por la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar.