Hoy vino a comer a casa una amiga, y cuando llegó, acababa yo de terminar de imprimir la partitura del concierto para piano número 3 de los de Beethoven. Y como ella estudió música en su día, y además le encanta, le puse el disco para que los dos la fuéramos siguiendo en la partitura. Debo confesar que nos perdimos enseguida.
Después de escuchar un rato, me dijo, pensativa:
–A los músicos yo creo que les pasa lo mismo que a los poetas. Que sufren… están tristes… Quiero decir, lo pasan mal en sus vidas. Todos tienen unas vidas atormentadas. Siempre los he visto propensos a la melancolía. Yo creo que para vivir más o menos feliz se necesita ser un poco más insensible a las cosas… Estar a esos niveles parece que te lleva al sufrimiento.
Yo me quedé un rato perplejo, quizá porque me sonaba que yo había tenido esa impresión en muchas ocasiones a lo largo de mi vida, y cuando escuché sus palabras, me puse a bucear en mi interior tratando de hallar impresiones, explicaciones, símbolos y… respuestas.
Seguramente el motivo es la sensibilidad. El que es sensible puede sufrir más, aunque también puede conocer más dicha. A mí me parece que es como la cuestión de la piel. Hay gente que la tiene más dura… más curtida, quizá por su trabajo… o por su forma de vida… Y también hay otras, por el contrario, que tienen la piel muy fina y delicada.
Si se rozaran con rastrojos, se pusieran largo tiempo al sol o le picaran los mosquitos, el de piel dura sufriría menos. Está claro. La tiene más fuerte y así le protege más. Pero imaginémoslos a cada uno de ellos en la cama compartiendo caricias con su amante: ¿cuál de los dos sentiría más placer?
Todos hemos oído alguna vez lo desgraciado que fue Beethoven, siempre anhelando a su amada inmortal, a la que nunca poseyó. A Bécquer, que por solo una mirada daba un mundo y por una sonrisa un cielo… y al que no se le ocurría siquiera qué pudiera dar a cambio de un beso…
Todos conocemos más o menos la triste historia del “loco del pelo rojo”, las desventuras de Don Quijote y lo mal que lo pasó Epícteto con su cruel amo.
Sí. Todos conocemos eso porque todos hemos vivido en alguna medida el sufrimiento y creemos poder imaginar esos mismos sufrimientos en las almas grandes. Recuerdo a L. Cohen cuando decía:
Your pain have no credentials here, it’s just a shadow of my wound…, que, en español viene a decir más o menos: Tu dolor no tiene credenciales aquí, es solo la sombra de mi herida.
Así que no presumamos de dolor, porque nuestros dolores, como nosotros, suelen ser muy pequeños, pequeñeces para los hombres grandes.
Pero no olvidemos lo de la piel. Imaginamos (fantaseamos) sobre sus dolores y penas, pero no tenemos idea de su dicha, de su gloria, de su visión y de su cercanía con la belleza divina. No podemos siquiera vislumbrar los placeres de sus amplios espíritus.
Si para nosotros un beso de la amada es eso, solo un beso, ¿imagináis que sería para Beethoven, o para Bécquer?
Si para nosotros una música es bella y gloriosa, ¿podemos imaginar qué ocurriría en el alma de Mozart mientras garabateaba sus papeles en su “soledad” con lo divino?
No. El hombre solo conoce lo que es semejante a él. Y nosotros, pequeños, solo conocemos lo pequeño.