María Zambrano, la filósofa del alma

El reciente reconocimiento de Hipatia, una de las más grandes filósofas de la historia, me ha traído el recuerdo de nuestra querida María Zambrano, sin duda la más grande filósofa española. Porque también estuvo a punto, por un exceso de celo fanático de sus adversarios, de perder la vida. Pero afortunadamente su afán de vivir le hizo evitar el peligro y así alcanzar su época de madurez durante el exilio lejos de España.

Si filosofía es amor al conocimiento, ¿por qué siempre hemos interpretado que ese conocimiento ha de ser racional, fruto de nuestra mente lógica? Zambrano es un vivo ejemplo de esa otra filosofía, como amor al conocimiento, más que a la razón. Aunque ya he escrito en otras ocasiones sobre la personalidad de María Zambrano, sobre su pensamiento, ahora quería escribir más con el sentimiento que con la razón. Primero transcribiré algo de lo que María Zambrano escribió la razón, hablando de Séneca (“El pensamiento vivo de Séneca”, Madrid-1963). En una próxima ocasión escribiré sobre filosofía, sentimiento y razón.

La filosofía antigua, y de ella todavía más la estoica, es amarga medicina, vigilia y desvelo; despertar a alguna verdad que pide todo nuestro valor. Séneca pertenece a esa estirpe de antiguos filósofos que nos trae el amargo despertar de la razón que nos sacude de nuestros delirios y ensueños para hacernos “entrar en razón”, como el pueblo español dice todavía. Y sin embargo, si nos acogemos a él, es precisamente porque no acaba de ser como los otros, porque vemos y sentimos en él no sé qué cosa de suave y acallador. Porque no vemos con él una razón pura, sino una razón dulcificada. Porque no es enteramente un filósofo, sino un meditador sin sistema, sin demasiada lógica; porque el pensamiento que de él mana no es coactivo; y tiene algo musical. Son acordes que acallan, duermen y suavizan, al revés de esas otras filosofías que nos obligan a estar horrorosamente despiertos. Vemos en él a un médico, y más que a un médico, a un curandero de la filosofía que sin ceñirse estrictamente a un sistema, burlándose un poco del rigor del pensamiento, con otra clase de rigor y otra clase de consuelo, nos trae el remedio. Un remedio menos vigoroso que, más que curar, pretende aliviar; más que despertarnos, consolarnos.

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