Venía del Campito. Se ha convertido en un jardín con muchos habitantes a los que hay que cuidar, y además está el huerto y la casa.
Y en el camino de vuelta recordaba cómo era aquel lugar cuando lo vimos por primera vez. Era un pinar, simplemente, y por medio estaba dibujado un camino que habían tejido las cabras de un rebaño cercano año tras año. ¿Sabéis lo que crece en un bosque de pinos? Solo pinos, y lentisco, a los pies de cada árbol. Solo pinos, la tierra siempre cubierta de pinochas secas y lentisco. Eso era todo.
Y lo que hay ahora no ha crecido espontáneamente, ni lo ha sembrado ni cuidado ningún jardinero. Los seres que allí viven están allí porque nosotros los invitamos a estar, los llevamos como niños en sus cunas, les dimos biberón, curamos sus enfermedades, ahuyentamos a sus enemigos, cuidamos su adolescencia, les dimos de comer y de beber. Solo por eso están ahí. Y estamos contentos de que estén. Y creo que ellos también son felices con su casa, que es tan suya o más que la nuestra. A cambio de lo que les damos, cuidados y amor, ellos nos dan su belleza, su aire puro, sus flores y sus frutos. Su amor. Creo que salimos ganando.
Hay pocas cosas más hermosas que un jardín.
Y venía pensando que justamente nuestro trabajo, nuestro sudor, nuestras preocupaciones, nuestros sinvivires en suma, son lo que le dan el valor que tiene para nosotros. No tendría valor si lo hubiera realizado otro, si lo cuidara otro. Entonces sería él el que podría estaría orgulloso.
Vino a mi memoria aquel pensamiento de mi maestro: «Hay un misterioso vínculo entre lo difícil y lo válido». Y, en realidad, volviendo la vista atrás, dicho vínculo no es tan misterioso. Y esa relación explica muchas cosas de nuestras vidas y de nuestro mundo.
Recordé también cuando un amigo me contó algo acerca de las diferentes generaciones de pioneros: los pioneros, sus hijos y sus nietos. La explicación que me dio fue muy sencilla: los pioneros transformaron la naturaleza adversa que encontraron y la ordenaron. Construyeron sus casas con sus manos, criaron su primer ganado. Rompieron la dura corteza de la tierra para hacerla germinar y dar alimento. Sus mujeres parieron a sus hijos a las bravas, sin hospitales y sin enfermeras. Trabajaron incansablemente para hacer vivible la vida. Sufrieron los azotes de los elementos y lucharon contra ellos. Y muchos se quedaron en el intento, muchos cayeron en el camino, desfallecidos.
Ellos hicieron nacer un mundo donde no había nada. Todo salió de sus manos, de su sudor y de su determinación. Todo lo nuevo creado formaba parte de ellos mismos. En cada tronco de su casa, en cada espiga de trigo, en cada ternera recién parida, en cada cosa estaba su sangre, su piel y su corazón. Y lo amaban, lo respetaban y lo valoraban, como parte de ellos mismos.
¿Y sus hijos?
Sus hijos vieron todo eso. Vivieron todo eso. Vieron a su padre sudar y trabajar como una mula. Vieron a su madre luchar contra la naturaleza. Vieron crecer las cosas a fuerza de coraje y valentía. Y respetaron a su padre y a su madre. Y respetaron lo creado por ellos. Y trataron de continuar su obra.
Los hijos de sus hijos nacieron en la abundancia. Todo estaba ya allí y todo era fácil.
–¡Pero, hijo, esta silla la hizo tu abuelo!
–Mi abuelo era seguramente un tonto… con lo fácil que es comprarla ya hecha en un hipermercado.
Es difícil explicarle que entonces no había hipermercados, ni casi tampoco dinero. Sería difícil explicarle las horas que echó su abuelo para construir esa simple silla, ni el placer que le dio la primera vez que se sentó sobre ella, como un rey se sienta sobre su trono ganado con sangre.
Pero al parecer los hombres somos así, y la ley de los pioneros se cumple sin excepción.
Y si aún no lo vemos claro, asomémonos a nuestra ventana y observemos la vida de la tercera generación.