¡Ah! ¡Qué gusto ver jugar a los revoltosos pequeñuelos en los parques infantiles! Tan alegres, tan confiados, tan espontáneos, tan ricos ellos, tan… “angelitos”.
¿Espontáneos? Claro, es la ferocidad de la tierna infancia, la aventura imaginaria que prima sobre la cruda realidad mía de que me estoy mojando los pies porque llueve.
Cerca de mí, combaten los piratas del Caribe.
No me preocupa el enano, que no tendrá más de seis años. Es un niño normal, como todos, sin conciencia del peligro o de su fuerza, como corresponde a su edad. Y completamente inocente.
Me preocupa el padre. Hasta qué punto se nos ralentizan las neuronas. Y lo que me preocupa también es que es un padre normal. O eso parece.
El niño es el capitán del buque pirata. Y como buen pirata que lucha por sus dominios, arremete contra sus enemigos con un terrible y peligroso cuchillo.
El cuchillo del pequeño capitán es un grueso palo de madera, lo justo para que lo pueda abarcar con su mano diminuta. El padre, aburrido de tanta algarabía, se ha entretenido durante un buen rato afilándolo como si fuera un lapicero gigante y se lo acaba de entregar. El resultado: una obra de arte; ya quisiera yo que algunos cuchillos de mi cocina fueran tan eficaces como ese palo.
Después de una pequeña persecución, se abalanza sobre un niño más pequeño, y levanta enérgico su puñal blandiéndolo como lo ha visto hacer en las pantallas: con el gesto de rabia del malo de la película y al grito de “te mataré”. Me interpongo entre el niño pequeño y el brazo ejecutor y recomiendo a la víctima que se aleje de “ese” niño, consciente de que el padre está observando la escena sin mover un dedo.
En ese momento, el padre reacciona ante el vacío que se ha creado alrededor de su pequeño pirata y, con el gesto del que se acaba de despertar de la siesta, intenta con buenas palabras recuperar de su hijo el peligroso regalo. No le resulta fácil. Pero ahora hay una amenaza menos en el parque y los adultos que vigilan se relajan nuevamente.
Reflexiono sobre lo ocurrido, y pienso que la vida es como mi parque, lleno de momentos decisivos y de momentos intrascendentes, y todos duran lo mismo: un suspiro. En un suspiro puedes tomar una buena o una mala decisión. O puedes no tomarla, lo que igualmente traerá sus consecuencias. Y pienso en lo importante que es no dormirse, aunque solo sea un momento… En la vida, quiero decir…