Vivo desde hace poco en un sitio donde los caracoles salen a pasear por las mañanas como si hubieran hecho una quedada por wasap y donde se puede escuchar el canto de los gallos tempraneros en el silencio de los domingos por la mañana (que yo pensé que solo se podía oír en los documentales). A diez minutos caminando se percibe ya el fragor creciente de la fábrica de forjas, y esporádicamente, el rugir de motores de los aviones que despegan del aeropuerto vecino, lo cual me recuerda que vivo en una ciudad siglo XXI.
Hasta ahora vivía en una céntrica plaza donde la rutina era despertar a las seis de la mañana con el arranque de los primeros autobuses, vivir entre los silbatos de los trenes de la Renfe, la megafonía de los de la Feve, la bocina del Ferry los jueves y los pitidos de los atascos; la máquina de limpiar las calles (muy potente ella) animaba el ambiente a las 4 de la madrugada; de los findes se ocupaban los vociferantes trasnochadores; y las animadas discusiones de los del bar de la esquina ponían la guinda por las tardes. Todo en la misma calle.
Mi apartamento era de esos en los que cabe uno de sobra y dos no entran ni con calzador. Sabía que existían casas en las que no te tropiezas con las esquinas porque había visto las películas antiguas de blanco y negro, en las que la protagonista bajaba a la fiesta por unas escaleras… ¡dentro de la misma vivienda! Uno de mis sueños “domésticos” siempre fue tener toda la pared decorada con un hermoso paisaje evocador de dulces sonidos de pájaros y riachuelos.
Y mira por dónde, esto ya estaba inventado desde hace mucho. Lo recordé al leer un interesante artículo sobre los trampantojos, esos engaños ópticos que hacen que una pared se convierta en una ventana abierta o en una selva tropical: https://biblioteca.acropolis.org/cuando-las-paredes-dejan-de-serlo/
La vida en la ciudad hace que dejemos de distinguir los sonidos y perdamos el contacto con las imágenes que nos ensanchan el alma.
Surgen hoy, como adalides de lo imposible, grandes artistas callejeros que trabajan por amor al arte; vamos, que aman el arte aunque no se hagan ricos con él. Yendo contra la corriente, decoran una acera con tiza sabiendo que la lluvia se lo llevará más bien pronto que tarde, y que el rico y abierto universo que acaban de crear será pronto pisoteado por las prisas urbanas de los paseantes.
Internet ha dado nombre a unos cuantos, y hemos visto hundirse las aceras en las profundidades de cascadas inexistentes de la mano de Edgar Mueller, o calles que se pierden en el horizonte en los muros pelados de Eric Grohe, o mares que surcan una calle de la ciudad con Julian Beever. El asfalto, triste y plano, se convierte de la mano de Manfred Stader en paisajes en tres dimensiones, profundos y sugerentes.
Nos falta luz, nos falta aire, nos falta silencio, nos falta paz.
No basta con ver y oír físicamente. Necesitamos también ver y oír psicológicamente, mentalmente, espiritualmente. Necesitamos aire fresco en todos los sentidos. Necesitamos volver a tener un cielo limpio, un lugar abierto, una naturaleza acogedora. Es hora de dejar de destruir. Construyamos nuestro futuro.