Una vez que nos hemos convencido de la utilidad y necesidad de las nuevas técnicas de la comunicación, que están revolucionando nuestros hábitos culturales, se impone una exhortación a cultivar el viejo hábito de la lectura, como el modo más directo de acceder al conocimiento y desarrollar tantas cualidades que tenemos latentes.
El antiguo gesto íntimo y tranquilo de abrir las páginas de un libro y entregarse a la comprensión de sus palabras sigue siendo válido, por más que todavía haya apocalípticos que siguen anunciando la muerte de los impresos en papel y su sustitución por los soportes digitales.
La llamada cultura de la imagen, con el imperio omnipresente de los medios audiovisuales, parece oponerse a nuestra condición de lectores, ávidos de respuestas y conocimiento, para convertirnos en espectadores, pasivos, asomados a una realidad representada y por lo tanto manipulada, incapaces para interpretar y buscar explicaciones a lo que pasa en el mundo y para activar la memoria de lo ocurrido en el pasado.
No basta con disponer de libros suficientemente comprensibles para convertirse en lector. Hay que aprender otros muchos hábitos asociados: encontrar el tiempo sosegado y el espacio tranquilo, saber discernir, entre tantos títulos y propuestas, los que merecen nuestro esfuerzo de atención y concentración, incentivar la necesidad de la lectura, como una acción genuina de alimentar nuestra alma.
Hay que ser capaz de comprender sus contenidos y retenerlos en nuestra mente, para que enriquezcan y agilicen nuestras facultades. Y saber regresar a los textos imperecederos que una y otra vez nos descubren las claves que buscamos y nos siguen acompañando, como maestros atemporales, a los que volvemos en busca de sabiduría.