Qué razón tenía el principito de Saint-Exupery, aquel principito que nunca olvidaba una pregunta hasta haber obtenido una respuesta. Verdaderamente, era un filósofo.
Su sencillez le permitía observar el mundo con una mirada limpia y humana en el más alto sentido de la palabra. Hacía preguntas al aviador que lo encontró con la desenvoltura con que solo un niño puede plantear las cosas: “¿esto qué es?”, “¿por qué haces esto?”, “¿para qué?”.
Fue así como llegó a la conclusión de que los adultos eran un poco raros: encontró a uno que le explicó que se dedicaba a contar estrellas del firmamento para tomar posesión de ellas y que no fueran de ningún otro. Era un hombre de negocios y no estaba para perder tiempo (vamos, lo mismo que hacen algunos jugando con los números de las cuentas bancarias: un botón aquí, el minuto exacto para invertir allá, lo vendo multiplicado por dos siete segundos después y ya tengo más que tú).
También se topó en su viaje interplanetario con un borracho, que explicó al principito que bebía para mantener su estado de embriaguez, aunque confesaba no recordar para que quería estar borracho (síntoma de que el despiste vital no es exclusivo de nuestro tiempo, ni de nuestro planeta al parecer).
Del rey aprendió el principito que si quieres que te obedezcan de buen grado, debes ordenar lo que corresponde en el momento justo. Era mucho más práctico ordenar al Sol que saliera a la hora del amanecer que desesperarse o enfadarse si no aparecía a cualquier otra hora (podríamos preguntarnos por comparación cuántas veces nos desesperamos por cosas que no dependen de nosotros. O peor, cuántas veces preferimos no tomar decisiones en lo que sí nos incumbe).
Pero de quien más aprendió el principito fue del zorro, que le enseñó que crear lazos con otro ser (de amor, de amistad, de veneración) era lo que le convertía en único entre todos los demás. Le pidió que le domesticara, para ser un zorro especial a los ojos del pequeño príncipe y que el principito fuera único a sus ojos. Y en su amistad, le reveló su secreto: lo esencial es invisible a los ojos.
De este modo, el principito, que procedía de un pequeño asteroide perdido en la inmensidad del espacio, se dio cuenta de que él también estaba domesticado por su pequeña rosa, a la que había tenido que abandonar cuando partió. Supo en su añoranza que hubiera sido mejor juzgarla por sus actos y no por sus palabras porque ahora echaba en falta el color y el perfume que la rosa le ofrecía generosamente aunque a veces pareciera un poco vanidosa.
Y así, el principito, en un mundo donde algunos enumeraban sus posesiones para sentirse poderosos y otros intentaban ahogar en alcohol sus incertidumbres, él había comprendido uno de los misterios más profundos de la vida: lo esencial es invisible a los ojos. Y lo esencial es observar la vida con los ojos descontaminados de un niño y buscar respuestas a las preguntas simples y profundas, creando lazos de amor con los demás seres, sean aviadores, rosas o zorros.