En medio de tanta mala noticia, de vez en cuando los medios nos regalan historias llenas de generosidad y voluntad. Una de ellas es el caso de Arunachalam Murugananthan, un hombre indio que comenzó por amor una curiosa aventura en 1998.
En aquel año acababa de casarse, pero no sabía mucho de las intimidades de las mujeres. Los tabúes acerca de la menstruación hacían que se considerase algo vergonzoso, y no se hablase mucho de ello. Mucho menos con un hombre. Murugananthan descubrió un día a su esposa escondiendo unos “trapos asquerosos”que usaba durante su periodo, al igual que otros millones de mujeres en la India, que no solo empleaban trapos, sino también arena, aserrín, hojas y ceniza. Lo “vergonzoso” del periodo hacía también que no secasen los trapos al sol cuando los lavaban, por lo que la falta de higiene menstrual en la India es la causante del 70% de las enfermedades reproductivas.
Murugananthan quiso comprarle toallas sanitarias a su esposa, pero se encontró con que eran excesivamente caras. Los apenas 10 gramos de algodón que costarían 0,001 euros costaban 0,51, una diferencia abismal de precio que hacía que solo el 12% de las mujeres indias usase toallas sanitarias. Ahí comenzó todo. Se dijo a sí mismo que él era capaz de fabricar toallas sanitarias más baratas. Pero aquel camino le llevaría por caminos insospechados.
Fabricó una primera toalla de algodón y le pidió a su mujer que la probase, pero como ya no estaba con el periodo le dijo que tendría que esperar un mes. Pero estaba impaciente por saber si funcionaban, así que lo intentó con sus hermanas y con unas 20 estudiantes de la escuela de medicina local, pero no consiguió lo que buscaba. Sin pensárselo dos veces decidió que lo mejor era que las probase él mismo pero, por cuestiones biológicas aquello no era tan sencillo, pero eso no le hizo desistir.
Con la vejiga de una pelota de fútbol se fabricó un útero artificial y lo llenó de sangre con la ayuda de un amigo carnicero y de otro que trabajaba en un banco de sangre. Del primero conseguía sangre de cabra y, del segundo, anticoagulantes para que se mantuviese fluida más tiempo. Por más que probaba, el olor a sangre persistía. Debajo de su ropa, mientras corría, jugaba fútbol o montaba en bici, llevaba su útero probando la eficacia de su invento.
En el pueblo empezaron a verle como a un loco, un endemoniado o peor, un pervertido. Con menos pudor que las mujeres, lavaba la ropa manchada de sangre en público y eso hizo que, 18 meses después, por los rumores y las habladurías le abandonase su mujer y, poco después, también su madre. Después tuvo que marcharse del pueblo. Pero eso tampoco hizo que se rindiera.
Empezó a investigar por qué las toallas sanitarias que se vendían habitualmente podían hacer lo que no lograban las suyas, así que tras muchas vicisitudes logró que los fabricantes le mandaran una muestra del material que empleaban. Para su sorpresa, eran bloques duros de celulosa extraída de la corteza de los árboles. Había tardado dos años y tres meses en averiguar eso, y ahora tenía delante otro problema: la máquina que podía moler aquello para fabricar las toallas sanitarias costaba varios miles de dólares. En su determinación, decidió que él fabricaría una mucho más barata. Algo más de dos años después lo consiguió.
Con una máquina parecida a los trituradores de cocina convertía la dura celulosa en algo más esponjoso. Luego, otra máquina la moldeaba en forma de rectángulo que se envolvía en una tela no tejida y se desinfectaba con luz ultravioleta. Todo el proceso se aprendía en menos de una hora. Murugananthan pensó que aquello podía ser bueno para muchas mujeres. No solo porque podrían usar toallas sanitarias baratas, sino porque ellas mismas podrían fabricarlas y venderlas, ayudando así a la economía local.
En 18 meses más fabricó 250 máquinas y las llevó a los lugares más pobres de su país, los Bimaru o “estados enfermos”, donde las mujeres no pueden entrar en los templos, cocinar o tocar el suministro de agua. Durante el tiempo que dura la menstruación no pueden ir a recoger agua, por lo que las familias que dependen de ellas también sufren por ello. Además, existe la creencia en algunos lugares de que el uso de las toallas higiénicas produce ceguera en las mujeres y que no se casen nunca.
Murugananthan llegó a las zonas rurales y, subsanando la dificultad de no poder hablar directamente con las mujeres, sino después de haber pedido permiso al padre o al marido, y siempre en circunstancias poco amigables, logró convencer a muchas de ellas de usar las toallas higiénicas, y a otras tantas de que empezaran a fabricarlas ellas mismas.
La ventaja de esto último, aparte de los beneficios económicos para esas familias, era que muchas de ellas superaron los tabúes acerca de la menstruación y tuvieron más formación sobre la higiene más adecuada en esos momentos del mes. Las mujeres vendían las toallas a otras mujeres, directamente, sin la intimidación de tener que pedírselas a un hombre, habitualmente los dueños de las tiendas. Incluso en el caso de que las familias no tengan dinero, las toallas sanitarias se intercambian por productos de consumo.
Cuando la sociedad dejó de ver a Murugananthan como un loco estrafalario y los rumores dieron paso a la fama, este volvió a recuperar a su familia, y con ella, a sus mejores aliados en la aventura de distribuir sus máquinas por las zonas más desfavorecidas de la India. Así han logrado llevarlas a 1.300 aldeas de 23 Estados distintos. Cada máquina cuesta 1.200 dólares, beneficia como usuarias a 3.000 mujeres y da empleo a 10 de ellas, que pueden fabricar hasta 250 toallas diariamente al precio de 4 centavos de dólar.
Sin embargo, su mayor logro no fue el de su tenacidad a la hora de conseguir toallas sanitarias baratas para las mujeres, ni la repercusión económica. El mayor mérito de este hombre es que, pudiendo haberlo hecho, decidió no aprovecharse de ello. En declaraciones a la BBC dijo: “Imagínese, tengo la patente de la única máquina del mundo capaz de hacer toallas sanitarias baratas. Cualquier persona con un máster inmediatamente acumularía el máximo de ganancias. Pero yo no quiero. ¿Por qué? Porque desde niño aprendí que ningún ser humano se muere de pobreza, todo pasa por ignorancia”.
Ahora que ha recuperado a su familia, obtenido el reconocimiento de su pueblo y del Gobierno, y ganado premios a la innovación, el pensamiento de Murugananthan está en llegar a más y más aldeas, en educar a las niñas antes de que comiencen con su periodo menstrual y en lograr millones de trabajos para las mujeres pobres de todo el mundo. Para él, el mejor momento de su vida no fue recibir un premio de manos del presidente de India, sino la máquina que instaló en una remota aldea en el Himalaya, donde la pobreza extrema hace que nunca hayan podido mandar a sus hijos a la escuela.
Fuente: www.bbc.co.uk
Una historia realmente maravillosa de un hombre maravilloso. Mi enhorabuena a él.