Los niños a veces son insoportables: chillan, berrean, moquean y tienen la irritante manía de hacer pucheros por todo. Estás tranquilamente disfrutando de una cerveza en una terraza y ahí está el niño, metiendo su cochecito en tu tapa, o corriendo entre las mesas. Si estás haciendo cola para el cine, ahí está también, preguntando en voz alta si el Capitán América es más fuerte que Hulk o no; ¡pero si la vas a ver ahora! Parece que no tienen educación ni modales, y sus padres apenas son capaces de hacer otra cosa que atiborrarlos a caramelos para que se callen y todas las miradas dejen de clavarse en ellos. Menos mal que hay sitios donde no se admiten niños y los adultos podemos estar tranquilos, lejos de su exceso de energía y falta de control emocional.
¡Los niños! Dicen que son la semilla del futuro; una semilla, la verdad, que cada vez toleramos menos. No es solo que incordien al vecino y den trabajo a la familia, es que encima hay que educarlos. Con lo fácil que sería conectarlos en plan Matrix a una máquina, y que se descargaran de ahí todos los conocimientos y toda la educación que necesitan para llegar a la edad adulta sin molestar.
–¡Hola papá!, ya soy adulto.
–¡Qué bien, hijo!, no nos hemos enterado, ¿cómo te llamas, por cierto?
Y lo cierto es que sí, son las semillas del futuro. No hay más que pensar en las personas que ahora llevan las riendas del mundo: los que deciden las políticas, los jueces que aplican las leyes, los que mandan tropas a la guerra o los que contaminan ríos y mares, todos ellos fueron niños alguna vez. También fueron niños los que rescatan animales, los médicos que van voluntarios a trabajar a países en desarrollo y quienes luchan por la vida digna y los derechos de otros seres humanos. Todos ellos fueron niños y otros, que fueron niños también, les sustituirán.
En el futuro, los niños de ahora tomarán decisiones a lo largo de sus vidas y vivirán experiencias que les harán estar en uno u otro lado de la balanza. Algunos causarán mal, otros causarán bien. Parece simplista, pero es así. Será así.
Cabe entonces preguntarse si la educación de los niños depende solo de la LOE, de la LOGSE o de la LOMCE, de los colegios públicos o de los privados; o si el futuro del mundo mejorará con la ESO o con el plan Bolonia. También si es cosa solo de los padres, porque si alguno de esos niños llega a presidente del Gobierno, nos va a afectar a todos, no solo a sus padres.
La educación es una cosa tan importante, tan importante, que es la causa de todo. Aunque hay quien confunde la educación con saber idiomas, o tener títulos, cuantos más mejor, pero la educación, la educación de verdad no es eso. La educación tiene que ver con la forma en la que somos capaces de ponernos en el lugar de otro, de sacrificar el propio bienestar por el bienestar común, de conocernos a nosotros mismos, de ser felices, de sentirse útil en la tarea que haga (sea la que sea, siempre que sea honesta), de participar de la sociedad, de ser responsable y consciente, de ser valiente y compasivo.
Mirar a los niños es mirar lo que será. Son, como dicen, una esponja. Lo que hacemos y decimos cala en ellos más de lo que pensamos. Si fuésemos conscientes de eso, nos daríamos cuenta de que una de las mayores “molestias” de los niños es que nos obligan a cambiar, a ser mejores personas para enseñarles a ser buenas personas. Hay que tener claro que no podremos enseñarles nada que no vean sinceramente en nosotros.
Aun no siendo nuestros hijos podemos generar en ellos experiencias que quedarán como improntas en su alma. Quizá algo que nos vean hacer o nos oigan decir quedará grabado en su mente para siempre, y lo recordarán toda la vida. Quizá eso determine lo que quieren ser de mayores o cómo traten a la gente. Los niños, entonces, no son solo cosa de sus padres, lo son de toda la sociedad, porque en la sociedad repercutirán sus acciones, sean estas buenas o malas.
Solo las sociedades maduras son capaces de convivir con los niños y adecuar sus políticas a una buena conciliación y a una formación ética de las personas.
Aprovechando este espacio contaré una anécdota. Fue una situación que viví directamente y me impresionó tanto que es lo que ha inspirado este post.
Hace unos años, visitando una exposición en el museo de El Prado, un señor se puso a increpar a una pareja porque su hijo hacía ruido. El matrimonio iba con una niña de unos 5 años y un bebé de algo más de un año en un carrito. El bebé, encantado de oír su propia voz, jugaba a alargar la “a” y la “o” hasta el infinito, con una voz cada vez más gutural y alta. Hasta que aquel señor les echó la bronca, estaban paseando por los cuadros enseñando a su hija las pinturas, deteniéndose en los detalles y explicando algún que otro matiz de las obras. Cuando aquel hombre se hartó de escuchar al bebé fue a buscar al guardia y, alzando la voz, dijo a la pareja que un museo no es sitio para llevar a los niños, que es para estar tranquilos disfrutando de la pintura, no para que los niños molesten, y que estaba en su derecho de pedir que se les echara de allí. El guardia, diplomático y visiblemente contrariado por la actitud de aquel hombre, retuvo con disculpas a la pareja en la primera sala hasta que el señor abandonó el recinto, más que nada para que la familia pudiera seguir su visita al museo tranquila.
Es, simplemente, una anécdota. Hay niños asilvestrados que berrean de tal forma que te dan ganas de llamar a Herodes, padres con demasiada mano izquierda y gente con muy poco respeto, pero también al contrario. Por eso, de la anécdota quiero quedarme solo con el hecho de que aquellos padres intentaban enseñar algo de arte a sus hijos, y exponerlos desde pequeños a obras extraordinarias y únicas. Quizá lo más cómodo para ellos sería empotrarlos frente a la tele o llevarlos a alguno de esos parques de atracciones temáticos, pero los llevaron a un museo, y una forma de ayudar a esos padres a favorecer tan excelente decisión hubiera sido, simplemente, dejarlos pasar delante; si es que los sonidos del bebé no nos dejan recordar cuando los que berreábamos éramos nosotros.
Excelente reflexión, Fátima. Gracias!