Sócrates perplejo: la posverdad

Cuántas veces nos habrán repetido siendo niños: “No se dicen mentiras”.

Pues, hala, llegamos a adultos y lo de decir mentirijillas se nos queda pequeño.

Acabamos de inventar las macromentiras, o sea, las mentiras a nivel planetario, que incluyen todas las variedades de este producto: calumnias, patrañas, medias verdades y bulos. Con ellas, hemos generado la posverdad, que significa que el discurso emocional y los prejuicios se imponen a los hechos objetivos en los estados de ánimo de la opinión pública.

Nos quedamos tan campantes siendo aplastados por la avalancha de falsedades que nos echan encima.

No se trata de inofensivas mentiras que no nos afectan. Al contrario, nos incumben y mucho, pues determinan la marcha de la sociedad en que vivimos y, por tanto, nos incluyen en la corriente que arrastra nuestro mundo en una determinada dirección.

Así que se impone un momento de reflexión. Volvamos la vista a Sócrates, el gran indagador de respuestas.

Sócrates fue un ejemplo de integridad. Buscaba la verdad. Tanto buscaba la verdad que, en el colmo de la humildad, declaraba: “Solo sé que nada sé”. Él, que sigue siendo fuente de inspiración de los grandes hombres (y mujeres) 2500 años después de su muerte. Él, que hizo escuela y regaló al mundo una colección de discípulos que engrandecieron el espíritu humano y forjaron las bases morales que permitieron despegar a la civilización occidental, entre ellos el mismísimo Platón.

Si algo ejemplificó Sócrates como filósofo fue el afán de dar cauce a las inquietudes que la existencia plantea al entendimiento humano: qué es la justicia, dónde encontrar la verdad, cuál es el sentido de la vida…

Sus certeras preguntas incomodaban a los sofistas y espoleaban a aquellos que tenían un sincero deseo de ser mejores y de ofrecer el fruto de sus esfuerzos en beneficio de todos.

Hoy Sócrates está perplejo.

Los sofistas de pomposa oratoria, que exhibían sus habilidades en plazas y banquetes reclutando a quienes se fijaban en el brillo de las palabras y no en el peso de los argumentos, han quedado en el recuerdo.

Hoy los sofistas ni siquiera necesitan argumentar. El entendimiento, la joya de la corona del ser humano, ha sido anulado y adormecido por los nuevos sofistas de guante blanco. Hasta por la talla del enemigo salimos perdiendo.

Nosotros, orgullosos bípedos del siglo XXI, hemos acogido en nuestro universo mental un artificioso embuste que obligaría a Sócrates y a todos los filósofos que en la historia han sido a mirarnos con compasión.

La posverdad se basa en mentiras premeditadas que persiguen confundir a quienes las reciben en beneficio propio, porque resultan más creíbles que la verdad. Se dicen con descaro, y la falta de integridad de quienes las emiten les permite desdecirse al minuto siguiente con la misma convicción, cuando ya el mal se ha extendido y se han obtenido los frutos perseguidos.

El acceso a las redes sociales multiplica su efecto devastador y pone al alcance de cualquier inconsciente (sin distinción de edad, sexo o condición social) los feisbuk y tuiter que sirven para propagar confusión con los látigos de la posverdad.

Un caso ampliamente comentado ha sido el resultado de las elecciones estadounidenses. Más de 500 periódicos que distribuyen diariamente 35 millones de ejemplares pedían el voto para H. Clinton. En cambio, D. Trump noqueó a su oponente con el barato recurso de identificar los miedos y emociones de los electores y potenciar sus calculados mensajes a través de las redes sociales, donde la información sobre las personas, proporcionada por nosotros mismos, permite dar en la diana sin malgastar tiros. El portal digital BuzzFeed desveló en una investigación que un grupo de adolescentes ubicados en Macedonia administraban sitios web desde donde extendían bulos a través de Facebook que les reportaban beneficios fáciles sin plantearles ninguna duda ética, ejerciendo así de eficaces colaboradores del presidente electo.

La posverdad impregna todas las esferas de actividad, no solo la política. Pero no nos desesperemos todavía. Podemos frenar este efecto de contagio cotidiano simplemente con parar un momento, respirar hondo y reflexionar un poco.

Solo el ser conscientes de nuestras decisiones nos hace libres.

Si no queremos ser borregos arrastrados por lobos con piel de cordero y pretendemos caminar de pie por la vida, tendremos que restituir a la Verdad lo que le pertenece. Como en la fábula en la que la Mentira roba las vestiduras a la Verdad y la confunden con ella, hemos de intentar despojarla de su disfraz.

Lo nuestro es la filosofía. Lo nuestro es la verdad, sin más.

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