Ante mí, inexpugnable, se erguía la puerta. Yo debía cruzarla; sin embargo, no recordaba cuál era el mecanismo de apertura, y a mis espaldas percibía el fragor de los pasos de mis perseguidores, cuyo estruendo cada vez más perceptible añadía presión a mis nervios desatados, pero aquella puerta hermosamente trabajada se mantenía infranqueable.
Mis manos estaban cansadas de golpearla, y mis hombros de empujar; detrás, mis viejos enemigos se acercaban inexorablemente. No podía entrar.
El portón cerraba una fortaleza en cuyos bastiones me parecía percibir sombras de encapuchados, grises siluetas que permanecían tan silenciosas como la misma puerta.
Repasé una vez más en mi cabeza el mapa de mi vida, para comprobar que aquel era, con toda seguridad, el sendero, aquella era la fortaleza soñada, no me había equivocado. Por cierto que en el mapa también aparecían ellos —mis perseguidores—, a los que nunca había dejado atrás; aunque en algún momento me había alejado de ellos, no había podido dejarlos atrás, y ahora se acercaban cada vez más.
En un último intento desesperado grité: ¡abrid, abrid!, mientras aporreaba la puerta con los puños heridos, pero no se abrió.
Los enemigos habían llegado, ya no quedaba tiempo, cercanos muy cercanos escuchaba los gritos enardecidos, el crujido de sus armas, el golpeteo de sus pasos. El momento había llegado, así que, armándome de valor, me volví para enfrentarlos. Y al hacerlo sentí que, con un suave chasquido, la puerta se abría: valor era la consigna, el valor recién encontrado…
Y crucé la puerta.