Ruido y silencio

 

La voz de la vida flotaba en el silencio, y repartía sus secretos entre los innumerables seres. La canción eterna, transportada desde siempre, podía ser oída e interpretada por los sedientos de respuestas.

El silencio palpitaba en la inmensidad del mundo como el mar primordial donde nacían las verdades, para alegría y sosiego de las almas deseosas.

Pero un día el silencio dejó de generar consuelo para los seres dolientes. El alboroto consiguió esconderlo ante los humanos.

La vida intentaba hacerse entender, pero el puente se había roto. No encontraba la manera de cruzar el abismo de estruendo que surgió de la nada. Su tamaño crecía al compás de la ignorancia del mundo, cobró forma y se convirtió en un ser omniabarcante.

Vida, respóndeme, ¿qué hago aquí?, ¿por qué esta angustia?, ¿dónde están las respuestas? No las encuentro, no puedo oírlas, ¿me estás hablando y no te oigo o solo lo imagino? Las preguntas chocaban con ruidosas paredes.

Los templos se convirtieron en destinos turísticos, y el silencio escapó de su cobijo. Bolsas oscuras de ruido envolvieron el aire de la ciudad. Ruidos de fábricas, músicas estridentes y bocinas de automóviles laceraban su serenidad antigua. Hasta el mar llegaron los motores de barcos colosales. El ruido se había hecho despótico señor del mundo.

El hombre no conocía ya el sonido de las aguas cantarinas de los arroyos, ni el arrullador murmullo de los árboles cuando el viento pasa entre sus hojas, ni la voz de los animales, ni la sinfonía de las rocas cuando el aire sopla a través de sus aristas. La música de la naturaleza quedó cautiva.

Los oídos humanos se volvieron sordos y sus aspiraciones se tornaron grises.

El silencio parecía no existir entre tanto desorden sonoro. Y, sin embargo, permanecía latente y olvidado en el corazón de los hombres, un lugar que le correspondía por derecho.

Algunos se dieron cuenta, buscaron en su silencio interior y todo brotó de nuevo. Cada cosa recuperó su voz natural: la brisa de la mañana, los ecos de la noche, el balbuceo de un niño, la risa de una fuente y, sobre todo, los sueños e ideales, que tan afanosamente luchaban por hacerse oír.

Cuando los humanos acallaron los ruidos invasores, escucharon su verdadera voz y reencontraron su camino.

Un camino que siempre estuvo ahí. De la mano del silencio.

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