Hay cosas que se tienen en la cabeza, otras en el corazón, pero algunas veces esas cosas llegan a mover las manos y los pies. Estas veces son las que cuentan. Estas veces son las que mueven las almas que le rodean a uno.
Las buenas ideas son buenas. Los buenos sentimientos son buenos. Pero si no se convierten en actos buenos no son nada, no mueven nada en el universo.
Mozart seguramente tuvo buenas ideas y buenos sentimientos, pero si no hubiera escrito el Ave Verum Corpus, ¿qué hubiera dejado a la humanidad, a sus hermanos? Sus ideas y sus sentimientos sí le hicieron mover la mano sobre la partitura vacía y eso sí que fue bueno. Buenísimo. Para muchas, muchísimas almas durante cientos de años. Esto es lo válido.
Oí decir que la verdadera enseñanza, la que auténticamente queda marcada a fuego, es la enseñanza del ejemplo. Quizá de ahí venga la estrecha relación vital entre maestros y discípulos que existiera en los casos en que verdaderamente el maestro era maestro y el discípulo era discípulo.
Y las cosas, a pesar de nuestra modernidad, no han cambiado. Se puede admirar al que escribe hermosos poemas, hermosos y edificantes libros, al que pinta inspirados cuadros, al que da muy buenas conferencias, al que hace buenas películas, al experto cirujano. Todo esto está muy bien.
Pero el que de verdad es el que golpea el alma de su prójimo es el que con sus actos en la vida diaria enseña su virtud sin hablarla, sin explicarla, sin alardear de ella. Sólo haciendo, en silencio, pero haciendo. Eso es el ejemplo. No necesita palabras, no necesita aclaraciones, ni lógica, ni método alguno para comprenderlo. Llega a nosotros como una lanza, y nos atraviesa ferozmente. Sacude el alma con una claridad irrefutable, enseña el alma del maestro como a través de un cristal. Es imposible no verlo, no aceptarlo… no tratar de imitarlo, no preguntarse cómo lo hace, cómo es capaz, qué fuerza es de la que mana.
Las antiguas culturas no andaban tan despistadas como creemos. Porque sabían que solo el contacto estrecho y diario con el maestro podía conceder la enseñanza. Y no solo de sus palabras y de sus sentimientos, no. Lo esencial estaba en la vida del maestro vista directamente por el discípulo. Solo así comprendía qué cosas merecían ser aprendidas.