Pues… yo sigo con lo mío, que es empezar desde la A para acabar quién sabe si en la Z, de zozobra, en la D, de duda o en la V, de Verdad, en el camino de la búsqueda de la filosofía.
Eran aquellos tiempos de cole, de pizarras de tiza, de cabelleras cortadas a tazón, de don Cirilo y don Juan (porque ay de aquel que tuteara a un maestro), en aquellos tiempos todo olía a sudor de recreo y tigretón, al menos pasadas las 11:30.
De todas las muchísimas enseñanzas recibidas en mis catorce años de cole, recuerdo con especial profundidad tres momentos.
El primero, a los cuatro años leyendo a mi madre la cartilla a toda prisa nada más llegar del cole, mientras ella terminaba de limpiar el salón. ¿Cuántas veces habrá que limpiar un salón?, pensaba yo. Tardé mucho en darme cuenta que es una tarea infructuosa, como recoger hojas del suelo en un bosque. Pero era evidente que a mi madre le satisfacía sobremanera.
El segundo momento, como luego el tercero, está marcado por una frase. Andaba yo por sexto de E.G.B. cuando el profesor de biología hablaba de la reproducción del ser humano con palabras tan técnicas que ni con un tema como este conseguía la atención de chaval alguno. Hasta que pronunció las siguientes palabras: «el hombre introduce el pene en la vagina de la mujer». Mis ojos se abrieron como planetas recién nacidos y compuestos por helio de lo que debían arder. Me acababan de desvelar el secreto mayor guardado, por fin sabía a que se refería mi madre cuando hablaba de «eso»…
El tercer delicioso momento ocurrió en clase de don Juan.
¡qué bien puesto tenía el nombre! No ya porque aquel hombre toledano, sensato y tranquilo que había venido como «el profe nuevo» anduviera pendiente de chiquilla alguna, sino más bien porque nosotras, todas, no escuchábamos ni una sola palabra de las bendiciones que salían por la boca de aquel señor de unos veintiocho que a nuestros quince años les parecían… un sueño.
Don Juan nos enseñaba filosofía en Bachillerato. ¡Claro! tenía que ser inquieto de espíritu, ¿cómo si no iban a brillarle así los ojos?
Entre aquellos labios humedecidos por el abuso que un maestro hace de la palabra, en una tarde de otoño teñida de primavera, salieron los siguientes sonidos: «todo hombre es un filósofo».
Don Juan me había dado la clave. Los filosofos no necesitaban barba para ser… les bastaba eso, ser.
No pude evitar levantar la mano impetuosa señalando al techo, mientras miraba inquisitiva a don Juan para que me diera la palabra.
–¿Incluso yo? –le pregunté.
–Sí, claro, incluso usted.
Me había hecho una chica feliz…
Y aún no había llegado a los treinta y cinco.