Estaba esperando al autobús 23. Se retrasaba un poco y alguien me preguntó si ya había pasado. Contesté que no (yo era la más “antigua” en la parada), pero eso permitió a un señor recién llegado saber que el autobús 23 era, de momento, el más deseado.
De repente, este señor que permanecía en el anonimato, levantó en horizontal su brazo señalando adelante y voceando con toda convicción: “¡El 23 viene por ahí, hay que cruzar a la parada de enfrente!”.
Sentí el tirón de mi cuerpo que se giraba en dirección a él, que ya estaba cruzando la calle (ni paso de cebra, ni nada) sin bajar su brazo y seguido muy de cerca por el hombre que me había preguntado. Frené y pensé: “pero si la parada del 23 es aquí…”.
No había pasado un minuto cuando el enigma quedó resuelto: el autobús que llegaba enfrente era el 19; el del brazo estirado se subió y también el hombre que le seguía, pues ya no tenían tiempo de volver a cruzar para coger el 23, que había llegado mientras tanto al sitio que correspondía.
Resultado: la persona que creyó estar en lo cierto arrastró a alguien que no tuvo o no se tomó el tiempo para reaccionar a la información; ambos subieron a un autobús que no era el que querían. Yo “sentí” el tirón de seguirle ante su convicción, y aunque mis pies no se movieron del sitio, mi cabeza tuvo que hacer el esfuerzo de “parar”.
Siempre me ha llamado la atención el efecto arrastre que se da en algunos pasos de cebra regulados por semáforos. Cruzo habitualmente por uno que está situado en un cruce. Es frecuente la escena de alguien que está más pendiente del semáforo de los coches que vienen de izquierda y derecha que del suyo, para poder ganar unos segundos y salir pitando en cuanto lo ve en rojo, deduciendo que, unos instantes después, se pondrá en verde el semáforo peatonal. Cuando ya ha dado dos o tres zancadas, con la seguridad que siente al ver quietecitos a los coches de su izquierda, se encuentra en medio de la calzada amenazado por los coches que acaban de salir de una calle que él no veía mientras el semáforo peatonal (que él presumía ya en verde) sigue negándole el paso. A todo esto, por el efecto arrastre, dos o tres más le han seguido en su impulso, despertando de su despiste cuando ya están en la calzada. El primero es un imprudente; los que le siguen lo hacen por inconsciencia.
Qué fácil resulta “activarnos” desde fuera cuando estamos distraídos.
El efecto arrastre también se da en el código ético de las personas. Y en las opiniones que se repiten en “modo loro”. Y en los objetos que se usan o se adquieren para nada en especial.
En un mundo de tuiteros y youtubers con dedicación exclusiva, donde se infravalora el estudio de la historia (que contiene algunas respuestas interesantes pero para algunas cosas es preferible las cabezas un poco vacías –las de otros, se entiende–) y no se valora la filosofía ni la creatividad (porque eso cuesta un pelín de esfuerzo y es más fácil vender lo cómodo), esto del efecto arrastre hay que tenerlo en cuenta. Por si lo sufrimos sin darnos cuenta…
Como dijo un eminente médico español (premio nobel, por cierto), “Razonar y convencer, ¡qué difícil, largo y trabajoso! ¿Sugestionar? ¡Qué fácil, rápido y barato!”. Santiago Ramón y Cajal se llamaba.