En esa hora en que la ciudad descansa, durante la magra siesta, me encanta pasear. Apenas alguna persona se cruza conmigo y, mientras mi perrita olisquea feliz, yo escucho el viento.
El viento presta su voz a los árboles que susurran, crujen y aúllan como agitadas cascadas comenzando su concierto. Cada árbol tiene su propia voz. Y hasta la gentil margarita inclina su cabeza en Dios sabe qué nota musical, pues el oído humano no es capaz de percibirla.
El trinar de los pájaros es otro instrumento que se une al concierto. Arrullando o gorjeando cruzan los cielos o pían desde sus nidos.
De repente, un ruidoso coche rompe la armonía al pasar por el camino, y me lamento de que los hombres no seamos capaces de formar parte de la orquesta… ¿o sí? Ahora presto más atención y empiezo a escuchar el lejano rumor de la carretera, un sonido bajo y constante. Algún ladrido ocasional rasga el aire y el cascabeleo de una risa infantil acompaña el estridente alboroto de una casa cercana, y me llega en alas del viento.
¿Es ruido o es música? El viento canta con fiereza en los árboles. ¿Acaso podemos escapar de la armonía universal? A mi mente se asoma el recuerdo de las teorías de Pitágoras, la música de las esferas…
Si, ahora estoy segura de que la Tierra canta, ella también tiene su bella voz que es la suma de todas las voces, de todos los sonidos, de los murmullos y gritos, y aunque no le prestemos atención, la Tierra siempre canta en sinfonía con el Todo.
Trato de escuchar más, hasta el más ínfimo de los sonidos, el aleteo de una mariposa, el crecimiento de la hierba, el vapor del agua que alimenta a la nube… y encuentro el compás, el ritmo universal que todo lo envuelve. La voz del viento en los árboles entona su canto triunfante, y el tap tap de nuestros pasos se convierte en percusión sobre el sendero.