El palín

Cierta vez, y con intención de arreglar mi huerto, fui a un comercio de Chiclana a comprar un palín. Me habían dicho que era un instrumento muy útil, no solo para el huerto, sino para plantar árboles, hacer parterres y otras cosas.

Fue fácil encontrarlo. Al parecer era una herramienta de uso muy común entre los camperos. Cogí uno que me pareció fuerte y fui a la caja a pagar.

Allí, junto a mí, estaba un campero de los de antes. Era anciano, como de setenta años al menos, con su piel arrugada por los soles, su gorra de visera y su mirar socarrón. Me miraba cómo yo sonreía ilusionado con mi palín en la mano, imaginándome lo bien que dejaría mi campito y el huerto.

Sin más, me abordó y me dijo:

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La amistad

Iba camino de casa pensando en los amigos, en la amistad. Pero una racha de tórrido levante apartó mi mente de esos pensamientos y la llevó a mis frutales y a mis plantas. Este verano ha sido muy malo para todas (con algunas excepciones). Algunas muy queridas se me han muerto, o así creo, porque no sé si revivirán. La pequeña begonia que me regalaron las monjas, la que esperé varios meses viendo impaciente sólo el palito desnudo, hasta que echó sus dos primeras hojitas, la vi hace unos días medio muerta, si no muerta del todo. Los dos granados enanos que me regaló una amiga también los encontré secos. Y el níspero de Yayo, que aún está en una maceta en espera de su nuevo hogar, tenía sus hojas colgando, y fueron para mí casi físicamente audibles sus gritos pidiendo… ¡tierra y libertad!

Pensé en cada uno de los frutales y arbustos cuando los llevé al campo. Me acuerdo de la historia de cada uno de los que allí hay. Y también de otros que planté, cuidé, regué, aboné… y al final, y a pesar de mis esfuerzos, murieron.

Primero había que buscarlos por los viveros, por los mejores viveros de la Bahía. Y no cualquier árbol ni cualquier planta, sino las especies que pensaba que se acomodarían mejor a mi tierra. No todos son de mi tierra y de su clima. Y también había que tratar de encontrar los mejores ejemplares, según mi escaso entender, pero eso sí, preguntando a todo aquel campero que se cruzaba en mi camino y que mereciera mi confianza.

Cuando ya lo tenía en el Campito, tenía que buscarle el mejor sitio, porque no todas las plantas necesitan lo mismo. Unas quieren mucho sol, otras poco y algunas ninguno. Igual ocurre con el agua, la tierra y el aire. Alguna tuve que cambiarla de sitio varias veces hasta que en su nueva ubicación la veía feliz y fuerte. Y en el sitio elegido tenía que excavarle un buen hoyo, añadir tierra adecuada para ella, hacerle un cerco al gramón a su alrededor para que no le molestase, abonarla y regarla abundantemente. Cuando terminaba la faena, siempre la miraba atenta y cariñosamente y en mis adentros le preguntaba en silencio:

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Un céntimo

Estaba en una venta cumpliendo mi rito matinal del café. Aquello estaba lleno de gente, a pesar de la hora temprana. Busqué mesa, y sólo encontré una que estaba llena de vasos vacíos y restos de comida. Me hice un sitio y esperé pacientemente el café y que me limpiaran la mesa. Los camareros estaban agobiados.

Mientras esperaba miré alrededor distraídamente y vi un céntimo en el suelo. Observé a la gente que pasaba por su lado. Al parecer nadie reparaba en él. También podría ocurrir que alguien lo viera y pensara:

–¡Bah!, solo es un céntimo.

Al rato, me agaché, lo cogí, y lo puse en mi mesa. Al poco vino el camarero, recogió los restos del desayuno ajeno, pasó un trapo, pero… dejó el céntimo en la mesa.

Tenía ya el diario abierto y el café esperándome, pero cogí el céntimo y lo observé. No era de oro falso y plata falsa, como la moneda de euro. Solo era de humilde cobre. Era pequeña, muy pequeña, si acaso como un botón de camisa.

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Vivir

Me contaron que un hombre errante llegó a una pequeña aldea, y lo primero de ella que se topó fue su cementerio.

Paseó lentamente entre las tumbas, en esa soledad y ese silencio extraños que solo existe en esos lugares. Leía cada una de las lápidas, donde solo figuraba el nombre y el tiempo vivido por el difunto. Así, rezaba por ejemplo:

FULANO DE TAL Y TAL VIVIÓ TRES SEMANAS Y DOS DÍAS

MENGANO DE CUAL Y CUAL VIVIÓ UN MES, DOS SEMANAS Y CUATRO DÍAS

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La indiferencia

A mí se me importa poco
que un pájaro en la Alamea
se cambie de un árbo a otro.

Esto escuché una vez hace muchísimos años a un hombre sabio. Y no se me ha vuelto a olvidar porque, de forma muy poética y gaditana, describe muy bien la indiferencia, en este caso más bien orgullosa.

Hoy andaba por la calle con mis perros y me pregunté sobre la indiferencia. ¿Qué era, de dónde nacía, podía ser buena o mala, era síntoma de algo, existía realmente?

Pensé que un filósofo, como ser humano que de todo se asombra, no podría ser indiferente a cosa alguna. Cualquier cosa, incluso las que parecen más nimias al hombre vulgar, es de gran interés para él.

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Miradas

Me leyeron hace unos días un artículo que me interesó mucho, sobre un tema del que ahora no me acuerdo. De lo que sí me acuerdo es que el articulista contaba que, mientras él escribía, su perro le miraba, como siempre acostumbraba, con mirada de “asombro perenne”.

Yo tengo una perra, de nombre Turca, o más bien debería decir: vive una perra conmigo. Y me hizo pensar en ella, y en su mirada. Tiene Turca una mirada… No sé qué hay en esos ojos, pero es lo más cercano que encuentro a la pureza. Sus grandes ojos negros son limpios y transparentes. Te asomas a ellos como a las aguas quietas de un lago profundo.

Seguramente Dios sí la hizo a su imagen y semejanza. Y no fue necesario expulsarla del paraíso. Vive en él, y nada sabe del bien ni del mal.

Su silencio es solo de palabras. Sus ojos hablan mucho más que cualquier libro de poesía. Su voz está en el aire, en la luz que desprende su mirada. ¿Para qué quiere la palabra? Todos sabemos que solo es claro el lenguaje del corazón. Y ella lo tiene. Grande y limpio.

Siempre descansa cerquita de mí. Ella sabe que estoy a su lado. Con mi compañía le basta. Le rodea mi hálito. Y ella me rodea con el suyo. Es su mundo. Es el mío.

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Diógenes

Hace unos días nos reunimos en casa unos amigos, y, estando rodeados en la mesa como estábamos, de jamón serrano, queso de oveja manchega, espléndidos boquerones en vinagre con su necesaria cebolleta fresca, buen vino de León y demás exquisiteces de nuestra bendita tierra, comenté que, considerándonos filósofos, pensaba en qué diría mi querido y admirado Diógenes de semejante reunión.

Alguien dijo:

–Bueno, sí, Diógenes solo comería lo que le diesen, y dormía en un viejo barril, desnudo de todo lo superfluo, pero también es cierto que se confesaba pajillero.

Algo de humano tendría que tener. Os cuento esta anécdota porque me ha sucedido a veces que tras enviar alguno de mis escritos, en los que hablaba, pongamos por caso, de Mozart, de los romanos, o de alguna persona en particular, viva o muerta, famosa o no, alguien me ha contestado que estoy muy equivocado. Que Mozart era en su vida corriente un imbécil infantiloide, que los romanos eran unos borricos con dos patas, o que tal persona no era como yo la describía, que yo estaba muy equivocado y que en realidad era un sinvergüenza.

Y siempre he contestado lo mismo a estas objeciones. Que me importa un pepino si lo que pienso y siento de ellos se acomoda a la realidad o no. Que lo que me vale son los valores que extraigo de ellos, lo que me aportan tal como los pienso (o los sueño)

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Carbono

Quizá fuera en el colegio cuando escuché por vez primera la historia del carbón y el diamante. Pero a lo largo de mi vida nunca dejó de fascinarme su misterio.

“El carbón y el diamante tienen idéntica composición, a saber, átomos de carbono, solo que el diamante está cristalizado y el carbón no lo está”.

Y yo escuchaba con la boca abierta, atónito, embelesado, representándome ambas cosas en mi imaginación. Un carbón negro, amorfo, sucio, que te tizna al tocarlo, que arde lentamente sin llama… Y su ceniza blanca, polvo blanco surgido de lo negro por el amor del fuego.

Aún hoy, en las barbacoas de verano, me quedo absorto contemplando los trozos de carbón, cómo acaban mis manos después de tocarlos, cómo arden sin llama pasando del negro al rojo de las ascuas, y del rojo al blanco de su ceniza. Y siempre pienso: «podrían ser diamantes sólo si estuvieran cristalizados…». La barbacoa sería una fortuna.

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Más tiempo

Siempre me preocupó la cuestión del tiempo y, ya que ha salido a colación, vamos a darle un matiz más. Cuando se propone este tema, veo que todos los hombres son sensibles a él.

A todos les inquieta, sobre todo cuando pesan en la balanza de sus valores los diferentes aspectos del tiempo. Hay unos que dicen que el pasado no les importa, que solo el presente; otros, que el futuro es lo más decisivo, y en él solo hay que pensar y poner todas nuestras energías. Otros dicen que el pasado tiene mucha fuerza y que nos condiciona el presente y el futuro.

Yo a todos comento que gozo de una excelente mala memoria, con lo que todas las películas las vivo por primera vez, y todos los paisajes, y todas las músicas. Solo he encontrado en mi vida a alguien que confesaba que le ocurría lo mismo y lo valoraba (como lo valoro yo). Era Nietzsche, quien decía que agradecía a la vida su falta de memoria, pues así cualquier conocimiento tenía siempre la frescura de la primera vez. Pero voy a implicarme un poco más.

El pasado no es fijo, compuesto como está de tejidos psicológicos productos de vivencias anteriores. Si cambian los significados de aquellas experiencias, algo ocurre que modifica sustancialmente (o radicalmente) nuestro pasado. Nada más movedizo que el pasado. El pasado lo cambia la comprensión.

Y el futuro es aún más cambiante. No porque esté sometido a las leyes del azar o al imperio de las circunstancias, sino porque lo tejemos con los hilos de nuestros intereses presentes, con nuestros significados actuales, con nuestras prioridades del día. Lo que hoy es sumamente importante, mañana puede no valer nada. Debemos prepararnos para ello, y no aferrarnos a nuestro ser actual. Nuestro trabajo está en ampliar los horizontes y aceptar los nuevos aires que nos traiga nuestro ser, sean frescos o tórridos, suaves o recios, incluso en elegir los que más nos gustan.

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El cristal

Venía de cumplir mi rito matutino, café y diario, y era aún muy temprano. Al pasar por la tienda de animales de la esquina, que todavía estaba cerrada, miré el escaparate distraídamente. Como os imagináis, había en él toda clase de cositas: correas, huesos de mentira. Pero hubo uno de los juguetes que me llamó poderosamente la atención. Era una serpiente de tela rellena, pintada en vivos colores, y enroscada; en el centro de la espiral que formaba, había un pequeño gato siamés. Un perfecto gato siamés durmiendo plácidamente, seguramente de peluche.

Me agaché para observar más cuidadosamente y, al cabo de unos minutos intrigado, concluí una respuesta. El siamés no era de peluche. A pesar de su fascinante inmovilidad de estatua no se me podía escapar su suavísima respiración, aunque ni uno solo de sus músculos se contraía ni se distendía. Ni siquiera en su cara se movía ni un solo pelo. Pero yo sabía que no era de peluche, que tenía vida y que dormía profundamente.

Cuando ya me empezaban a doler las rodillas de estar agachado (principio de “astrosi”), abrió los ojos. Yo sé que los gatos son vigilantes incluso durante el sueño, y que, a pesar del grueso cristal que nos separaba, debió de sentir mi constante mirada, que le hizo volver a la vigilia. Abrió los ojos y me miró fijamente. Era muy pequeño, quizá un mes, y gloriosamente hermoso, con la graciosa pureza del cachorrillo. Se levantó muy suave, muy despacio… salió de la serpiente enroscada y, salvando los escasos centímetros que nos separaban, vino a mí a darme “topadas”, su bella manera de dar y recibir caricias al mismo tiempo.

Pero estaba el cristal. Se frotó una y otra vez con el cristal y yo sentí sus caricias, y quizá él sintió también mi calor. Estuvimos así unos minutos aún, él con su cara y su cuerpo pegados al cristal, y yo con mi nariz igualmente pegada a la invisible barrera.

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