Venía de cumplir mi rito matutino, café y diario, y era aún muy temprano. Al pasar por la tienda de animales de la esquina, que todavía estaba cerrada, miré el escaparate distraídamente. Como os imagináis, había en él toda clase de cositas: correas, huesos de mentira. Pero hubo uno de los juguetes que me llamó poderosamente la atención. Era una serpiente de tela rellena, pintada en vivos colores, y enroscada; en el centro de la espiral que formaba, había un pequeño gato siamés. Un perfecto gato siamés durmiendo plácidamente, seguramente de peluche.
Me agaché para observar más cuidadosamente y, al cabo de unos minutos intrigado, concluí una respuesta. El siamés no era de peluche. A pesar de su fascinante inmovilidad de estatua no se me podía escapar su suavísima respiración, aunque ni uno solo de sus músculos se contraía ni se distendía. Ni siquiera en su cara se movía ni un solo pelo. Pero yo sabía que no era de peluche, que tenía vida y que dormía profundamente.
Cuando ya me empezaban a doler las rodillas de estar agachado (principio de “astrosi”), abrió los ojos. Yo sé que los gatos son vigilantes incluso durante el sueño, y que, a pesar del grueso cristal que nos separaba, debió de sentir mi constante mirada, que le hizo volver a la vigilia. Abrió los ojos y me miró fijamente. Era muy pequeño, quizá un mes, y gloriosamente hermoso, con la graciosa pureza del cachorrillo. Se levantó muy suave, muy despacio… salió de la serpiente enroscada y, salvando los escasos centímetros que nos separaban, vino a mí a darme “topadas”, su bella manera de dar y recibir caricias al mismo tiempo.
Pero estaba el cristal. Se frotó una y otra vez con el cristal y yo sentí sus caricias, y quizá él sintió también mi calor. Estuvimos así unos minutos aún, él con su cara y su cuerpo pegados al cristal, y yo con mi nariz igualmente pegada a la invisible barrera.
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