Fútbol y sexo

Ay, qué rápido habéis abierto este blog, ¿eh? Pues ahí va…

Con permiso de mis muy estimados compis Tachen y Cyrano, yo también voy a no hablar de fútbol, sin dejar de hacerlo.

Me resulta realmente curioso que llevemos dos meses de blog y sea la primera vez que uno os seguís al otro y haya ocurrido precisamente con este tema. Y yo me pregunto, ¿seguro que los hombres no tienen un canal especial para el fútbol? Es que hay algo que les une a través de esto, como a nosotras los peliculones con beso al final.

¿Realmente los hombres y las mujeres tenemos características tan definitorias de cada sexo? Muchos se empeñan en decir que es así y, para qué mentir, algunas de ellas me resultan evidentes. Pero ¿por qué yo me empeño en sentirnos iguales?

Posiblemente, la respuesta esté en el nivel de profundidad, como el mar (por cierto, solo yo faltaba por hablar del mar).

Sí, resulta que según vas profundizando en capas de agua, se dejan de apreciar colores, se van perdiendo de uno en uno siguiendo el orden del arco iris, hasta que lo único que se percibe es un negro absoluto, porque ya ni la luz es capaz de llegar a tales profundidades.

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Sacramentos personales

Andaban tiempos de la escuela de magisterio, de vocaciones por formar pero muy enraizadas en el corazón.

Un señor tan mal tratado por la genética que hacía parar la respiración al cruzarte con él en la escalera, bajito, de extremidades asimétricas, manos retorcidas y habla entrecortada era, mira por dónde, mi profesor favorito. Ese extraño personaje, saltando su insignificante físico, mostraba una mirada en ojos azules, llena de sabiduría y dolor superado, intensa por lo pasado, más que por lo esperado. Don Antonio enseñaba teología, haciéndonos volver la vista hacia nosotros mismos, sin remedio, por unos motivos u otros.

Él nos mostró que todas las religiones tienen un mismo mensaje, que todos los hombres tienen un fondo bondadoso, lo utilicen o no, el sentido de la reflexión, la trascendencia de nuestros actos y otras generosidades similares, de sabio bueno, siempre oculto tras un cuerpo más que gris.

De todas sus enseñanzas, fueron los «sacramentos personales» los que más a fuego se marcaron en mí.

Contaba D. Antonio que aquellos símbolos que cada uno de nosotros transforma en sagrados por lo que significan para él, ya sean momentos, objetos, palabras, canciones, y que nos evocan no ya un recuerdo sino todo un aprendizaje, el cual recordamos al verlo, son absolutos sacramentos para cada uno de nosotros.

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Ser o no ser

El filósofo intrigado que puede que estés empezando a ser si aún persistes en preguntarte por la vida, en buscar pistas siguiendo esos nuevos lenguajes que ya empiezas a escuchar y puede que a comprender, como tu propio silencio o el gran sonido de lo que es mucho mayor que nosotros: la Naturaleza, el universo o el mundo atómico, por ejemplo… el filósofo que empieza a ser consciente de que lo es, ya que ahora sabe lo que es la filosofía y que está en la mano, y puede que en la obligación, de todos nosotros con nosotros mismos… ese filósofo incipiente tiene más pasos por dar.

Se nos educa en el trabajo de la mente, en llenarla y complementarla, actualizarla y utilizarla. Sin embargo, muy pocas veces se hace eso mismo con nuestra personalidad (expresión de lo que somos) y aún menos con esa otra parte de nosotros que casi cuesta nombrar dado el efecto que causa en una sociedad bien tildada de superficial. Más allá de cuerpo, trabajo, personas y apegos está lo que en realidad somos, lo más troncal y perenne de nosotros mismos: nuestro interior, nuestro ser más profundo y real.

Como dice Fernando Savater, no podemos ser libres a la hora de decidir algo que no conocemos. No podemos elegir hablar inglés si no sabemos inglés, no podemos elegir nadar si no sabemos nadar. Del mismo modo, no podemos ser quien somos, si no sabemos quién somos, si posiblemente ni si quiera somos conscientes de que podemos ser nosotros mismos, ese que soñamos con ojos abiertos, ese que intuimos y hasta podemos oler y dibujar, si nos paramos a ello.

Pues bien, ya que no nos lo ponen tan a la mano como los logaritmos o la formulación, habremos de buscarlo nosotros. Paso a paso, con montes y llanos, satisfacciones y esperas, podremos llegar a ser aquel que en realidad somos. Pero eso es otra historia y será contada en otro momento.

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Aprendiendo a mirar

Ella no dejaba de hablar. Contaba cosas normales, temas íntimos de amores y pérdidas. No era eso lo que hacía que mi corazón la mirase sorprendido. Ni siquiera las buenas enseñanzas que había sido capaz de aprender por sí sola sobre todos estos sinuosos andares, no siempre dominables, me estaban reteniendo voluntariamente a su lado.

Era ese algo más que está detrás de algunas personas y que puedes captar si les observas sin atención. No es una contradicción, la atención inmediata se sostiene sola, pero la concentración, la curiosidad por conocer, el husmeo por llegar al fondo se empeña en centrarse, si el pariente interlocutor lo merece, en ese algo que desprende y nos cautiva: ¿el encanto?, el alma vieja que diría aquel.

Es un mensaje que trasmiten con reflexiones que hacen sin pensar, en miradas que saben llegar, en elecciones sobre temas de conversación, libros, momentos de intervención… todos estos cercanos que nos acompañan, en el mayor sentido de la palabra, que nos alimentan y nos hacen sonreír de alivio y solidaridad con su «rareza», que miran la vida con dulzura, con afecto, como si fuera una hermana que reconocen y aprecian.

Esta gente especial, con alitas, cómplices del azúcar, me traen a la cabeza un consejo inconsciente:

«Si algo no te gusta y no puedes cambiarlo, míralo de otro modo».

Paseando por ti

Intentamos saber cuáles son las respuestas adecuadas a las preguntas-pistas sobre qué es la vida. Si eres capaz de escuchar el enorme sonido de la Naturaleza, podrás escucharte a ti mismo…

¿Te parece que demos un paseo por tu interior? Es otro modo de acercarse a la ansiada verdad que busca el filósofo. Cada uno de nosotros tiene las respuestas a sus propias preguntas; sólo tiene que conocer el idioma del silencio… dejarse hablar.

Vamos a comprobar que estamos ahí dentro:

Dime algo sobre el bien y el mal, lo que quieras, lo primero que te salga… ¿No sale nada? Bueno, entonces calla tu pensamiento y ponte a sentir lo que es el bien. Puedes, cállalo y ponte no a pensar, sino a sentir qué es el bien… Si en unos segundos estás sonriendo serenamente, lo has conseguido, algo dentro de ti sabe qué es el bien, sin ejemplos, sin palabras, sabe que le gusta el bien, te ha hecho sonreír, ¿no?.

Ahora, siente lo que es el mal… Si lo consigues sentirás incluso algo de miedo, un pelín, de desagrado, puede que se te cierren un poquito los ojos en señal de precaución.

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Remando al viento

«He llegado a la aterradora conclusión de que yo soy el elemento decisivo. Es mi enfoque personal el que crea el clima. Es mi humor diario el que determina el estado del tiempo. Tengo un gran poder para hacer que mi vida sea triste o alegre…».

Este texto de Goethe me ha recordado que existe la grava y que sé lo que provoca en mi piel rasgada por ella.

¿Quién no se ha sentido alguna vez remando al viento o, más bien, guiado por su antojo, con la sensación de que nuestra barca unas veces avanza, pero otras se aquieta y otras tantas permite que el mar y el aire jueguen con ella, obviando el esfuerzo perenne de nuestros humanos brazos internos? Es entonces cuando recuerdas tu piel rasgada por la grava, manchada en rojo y negro. Aun así, comprendes que continúas flotando, respirando, que debes seguir luchando.

Son momentos, son verdades que hablan de media luz, de soslayos, de zozobras, de sombras, de me toca, de es la vida, de ahora entiendo…, tan reales y tan nuestras como los más sublimes brillos.
Recordar es mi ungüento más fiable para semejantes instantes o eternidades.
Recordar, cachorro, que lo sigues siendo, por puro, por limpio, cuanto más adentro.
Recordar, gran parra, que existe la poda, para no temerla si insiste en su intento… en abril vencerán tus brotes de nuevo.
Recordar que un día no supiste andar, ni hablar, ni correr… el próximo paso: limpiar las heridas de sangre y de grava; aprender a ser».

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¿Quién es Dios?

Era muy pequeño, tan pequeño que te hacía recordar qué es la ternura. Miraba continuamente a su alrededor a pesar de que no pasaba absolutamente nadie, ni nada. Intentaba sostenerse sobre sí mismo, mientras se desplazaba por aquellas escaleras de madera que le servían más de obstáculo que de apoyo.

No pude evitar ofrecerle lo más parecido a un cobijo que llevaba encima, mi bolso.

Aquella cría de gorrión llegó a casa con más miedo que plumas, y cargando de entusiasmo a todos los que luchábamos por él.

Durante los pocos días que duró su vida, escuché muchos comentarios que decían: ¿qué sentido tiene cuidarle?, sus días están contados. Siempre me venía a la cabeza la misma respuesta, que pocas veces hice voz: ¿por qué no dejas de comer «humano preguntón»?, tus días también están contados.

Cuando la vida es finita, es siempre corta. ¿Hace eso que deje de ser bella? ¿Qué hace que vivir unos días más merezca la pena? Seguramente, la manera en que se vivan. Si son llenos de verdades, de caricias del alma, de sintonía en la mirada, de comprensión de lo esencial… habrán merecido la pena. ¡Quién fuese capaz de vivir cada semana como si fuese la última! Aunque en realidad, solo nos lo impide olvidar que cada semana es un pedazo de vida.

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Preguntas: las primeras pistas

Si has dedicado tiempo suficiente para buscar respuesta a esa cuestión lanzada al aire y que parece bastante coherente investigar: ¿qué es la vida?, lo más seguro es que lo que hayas encontrado sean muchas preguntas. Eso es bueno, las preguntas son las primeras pistas, las miguitas de pan de garbancito, el hilo que tira de la inquietud.

Cuando uno se da cuenta de que puede, y quizás deba, plantearse su propio existir, comienzan a surgir las preguntas: ¿¿¿¿qué, cómo, por qué, cuándo, hacia dónde, para qué…????

Las respuestas se pueden buscar en bibliotecas, en cabezas y corazones ajenos (opiniones), en nuestro entorno… Cómo saber cuáles son las correctas es más sencillo de lo que parece.

¿Alguna vez has estado sentado tranquilamente al lado de un riachuelo o paseando por un bosque, un desierto, o mirando al mar a solas? Si has callado tu mente en uno de esos momentos, habrás notado que una pequeña serenidad está contigo. Luego, por un instante, algo te hace notar que frente a ti hay algo inmenso, es como una intuición, un mensajito que llega a ti por una vía no habitual y que dice exactamente: «esto es la leche», y se va, sin saber por qué. Aunque te deja esa sensación placentera que produce el contacto con la Naturaleza, con lo que sientes más real que nada, más grande que tú… porque lo sabes, notas que es más grande que tú; tan grande como cierto. Y te vuelves a casa con una sonrisilla sincera y la sensación de que has tocado el cielo unos segundos.

Eso es estar cara a cara con la verdad. Está ante nuestros ojos en cada momento, aunque solo en ocasiones seamos capaces de percibirla.

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Una flor en el camino

En una de esas ciudades casi urgentes de puro estresantes, iba a paso ligero retando a la física, enredado el pensamiento en varias ideas, cuando algo imperceptible, agradable, interesante, tranquilo fue tocando a la puerta de mi atención. Saliendo de la prisa con recelo, me concentré en reconocer qué me estaba tan sutilmente desconcertando. Los sentidos, cual chiquillos espectantes, se me iban escapando furtivos para centrarse, de uno en uno, sobre un personaje que apoyaba su brazo en la boca del metro, aún lejana. Era un hombre de edad la suficiente, de altura la justa, de constitución perchera, por lo delgada, y tocado con coleta aún no lo bastante gris. Llevaba ropa de lino claro, bien usado y casi amigo. En la mano sostenía, a media altura, unos libros pequeños con portada roja. La serenidad se adueñó de mi estado interior. Al pasar frente a él no pude evitar sostener su mirada, que mostraba unos ojos que hablan del mar, de la luz, del ayer padre del hoy, enmarcados en más vida que arrugas. El eco de una pregunta me golpeaba: ¿qué hace aquí? Se ha equivocado de escenario.

La respuesta a mi pensamiento no se hizo esperar.

–Vendo poesía –me susurró sonriendo con seguridad, mostrando uno de esos libros de tapa roja. Como respuesta, mis comisuras no encontraron rostro suficiente para plasmar la felicidad que me había provocado esa frase, felicidad que comenzó a escapárseme por los ojos y el semblante…

Esta verídica imagen de un Madrid cualquiera no es solo peculiaridad, ni cursilada de poeta.

Lo que alegró mi día de ayer tan fácilmente es comprobar que los guerreros existen, aun contracorriente, aun disfrazados con lino… que una creencia puede más que mil hambrunas, que un rato escribiendo trae más riqueza que un mes trabajando. Ya lo sabía, y vivo por ello y por muchas ideas como estas que son más de idealistas que de realistas, o quizás no.

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Un poco de luz

Quedé con los peculiares lectores de este blog en arrojar un poco de luz sobre los tecnicismos de enciclopedia que hasta ahora habíamos utilizado para tratar a la filosofía. Nuestra conclusión última fue que el filósofo ama la sabiduría y busca la verdad para dar sentido a su vida, pero… se me ocurre: ¿alguien sabe qué es la vida?

Ya sé que dan ganas de salir corriendo ante una pregunta así, pero apuesta un minuto y al final decides si lo has perdido o lo has ganado.

Cuando se empieza en un trabajo nuevo, se comienza conociendo la silla, luego la mesa, las herramientas, el objetivo a conseguir, se van manejando poco a poco las piezas que componen la tarea hasta que se domina, y con el tiempo, hasta se nos ocurren modos de mejorar este campo para el que al comenzar éramos principiantes.

Si actuamos así para un trabajo, una casa, un lugar nuevo, ¿no suena coherente hacer lo mismo con nuestra propia vida? ¿No tendría sentido empezar por saber qué somos?

Pues de tarea queda para los próximos días. Que al menos traiga yo hoy al recuerdo de lo que ya sabías que eres capaz y responsable de cada uno de tus días, de su transparencia u opacidad, de su a sabiendas o de puntillas, de su me atrevo o me escondo.

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