El mundo puede entenderse de manera válida como un foro para la acción o como un lugar de cosas (Jordan Peterson).
El «para qué» nos da una finalidad, y el «hacia dónde» nos indica los pasos a recorrer y el sentido en que habrá que recorrerlos para que nos conduzcan hacia la meta propuesta. Sin dirección, nuestros actos corren el riesgo de diluirse en cualquier hueco del espacio y del tiempo, acrecentando la angustia al comprobar que no podemos conseguir objetivos concretos (DSG Qué hacemos con el corazón y con la mente).
Hace algún tiempo, una señora a la que no conocía me dijo: «¿Puede alcanzarme ese papel, porfa?».
Lo que más me llamó la atención fue el «porfa», tan común entre los niños. Me pregunté si no era un poco forzado entre personas adultas que no se conocían de nada. No le di mayor importancia.
Desde entonces, y coincidiendo con algunas gestiones burocráticas en las que uno espera su turno y escucha para entretenerse lo que dice la persona que va delante, he tenido ocasión de oír frecuentemente el «porfa» susodicho para dirigirse a un funcionario detrás de un mostrador o para pedir una prenda de vestir a la dependienta de una tienda de ropa.
La voz de la vida flotaba en el silencio, y repartía sus secretos entre los innumerables seres. La canción eterna, transportada desde siempre, podía ser oída e interpretada por los sedientos de respuestas.
El silencio palpitaba en la inmensidad del mundo como el mar primordial donde nacían las verdades, para alegría y sosiego de las almas deseosas.
Pero un día el silencio dejó de generar consuelo para los seres dolientes. El alboroto consiguió esconderlo ante los humanos.