El efecto arrastre

Estaba esperando al autobús 23. Se retrasaba un poco y alguien me preguntó si ya había pasado. Contesté que no (yo era la más “antigua” en la parada), pero eso permitió a un señor recién llegado saber que el autobús 23 era, de momento, el más deseado.

De repente, este señor que permanecía en el anonimato, levantó en horizontal su brazo señalando adelante y voceando con toda convicción: “¡El 23 viene por ahí, hay que cruzar a la parada de enfrente!”.

Sentí el tirón de mi cuerpo que se giraba en dirección a él, que ya estaba cruzando la calle (ni paso de cebra, ni nada) sin bajar su brazo y seguido muy de cerca por el hombre que me había preguntado. Frené y pensé: “pero si la parada del 23 es aquí…”.

No había pasado un minuto cuando el enigma quedó resuelto: el autobús que llegaba enfrente era el 19; el del brazo estirado se subió y también el hombre que le seguía, pues ya no tenían tiempo de volver a cruzar para coger el 23, que había llegado mientras tanto al sitio que correspondía.

Resultado: la persona que creyó estar en lo cierto arrastró a alguien que no tuvo o no se tomó el tiempo para reaccionar a la información; ambos subieron a un autobús que no era el que querían. Yo “sentí” el tirón de seguirle ante su convicción, y aunque mis pies no se movieron del sitio, mi cabeza tuvo que hacer el esfuerzo de “parar”.

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Sócrates perplejo: la posverdad

Cuántas veces nos habrán repetido siendo niños: “No se dicen mentiras”.

Pues, hala, llegamos a adultos y lo de decir mentirijillas se nos queda pequeño.

Acabamos de inventar las macromentiras, o sea, las mentiras a nivel planetario, que incluyen todas las variedades de este producto: calumnias, patrañas, medias verdades y bulos. Con ellas, hemos generado la posverdad, que significa que el discurso emocional y los prejuicios se imponen a los hechos objetivos en los estados de ánimo de la opinión pública.

Nos quedamos tan campantes siendo aplastados por la avalancha de falsedades que nos echan encima.

No se trata de inofensivas mentiras que no nos afectan. Al contrario, nos incumben y mucho, pues determinan la marcha de la sociedad en que vivimos y, por tanto, nos incluyen en la corriente que arrastra nuestro mundo en una determinada dirección.

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Vivir o sobrevivir, esa es la cuestión

En realidad, la cuestión es vivir y sobrevivir.

O, en su orden natural, primero sobrevivir y, luego, vivir.

Es obvio que necesitamos tener cubiertas las necesidades básicas para que nos planteemos cuestiones más profundas, aunque no menos importantes. Acongojados por las cuestiones cotidianas, nos falta a veces la perspectiva que nos permita encontrar el equilibrio interior. Y, sin embargo, ¿no es eso lo que pretendemos tener conquistado cuando lleguemos al final del camino?

El no tener preocupaciones materiales, sin embargo, no garantiza tener una vida interior satisfactoria. Hace falta descubrir por qué vivimos, para qué estamos en el mundo que nos ha tocado, cuáles son las acciones que nos ennoblecen y cuáles las que nos alejan de nuestra condición humana.

Importa lo material: el alimento, el albergue, el arroz.

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Consumir violencia

El otro día viajaba yo en el tren, y como cuando viajas siempre hay una pantalla donde puedes ver una peli para pasar el rato, me puse a ver la que tenían programada. Se parecía mucho a la que vi el mes pasado en el bus, aunque no tenía nada que ver. Era una película de violencia. Bueno, ahora las llaman “de acción”.

Era muy realista en lo que se refiere al tipo de armas empleado, cantidad de sangre en proporción a los golpes, nivel de estruendo según la cantidad de bombas, variedad de maneras de causar daño a otro, etc.

Lo de los valores éticos del protagonista dejaba un poco que desear para mi gusto. Yo estoy de acuerdo con Platón en que no hay información aséptica cuando se recibe sin poner la conciencia: o te hace bien, o te hace mal; y eso es un problema con algún tipo de cine. Que por cierto se parece mucho a la puesta en escena de algunos videojuegos que descubro mirando por encima del hombro de algunos chavales cuando juegan cerca de mí.

“Consumimos” violencia a tutiplén sin venir a cuento en los productos televisivos y jolibudienses en los que un “bueno” con pinta de sucio, con una metralleta en una mano y un móvil en la otra se carga a 5 “malos”.

¿De qué nos sirve?

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Lo importante

A pesar de que todo lo que nos acontece cobra para nosotros una tremenda importancia, cuando damos un momento al «stop» de nuestras prisas, vemos que hace apenas un rato que hemos llegado a la vida, y posiblemente dentro de un ratito nos hayamos ido.

El escenario sigue en pie, con pequeños cambios de decoración, y otros actores llegarán a cubrir los puestos vacantes.

El rítmico latir de la naturaleza volverá a arropar con su frío y su calor a los nuevos caminantes. La belleza y la armonía volverán a inspirar a los nuevos buscadores.

Y otra vez resonará la misma pregunta: ¿qué es lo que verdaderamente importa?

Ellos encontrarán su respuesta.

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Reescribir el final

La mujer de la imagen tiene 32 años. Emigra con sus tres hijas huyendo de un mundo que no les permite la subsistencia.

La foto fue tomada por Dorothea Lang en 1930 en Estados Unidos.

La historia se repite. Hemos comenzado este siglo XXI con más de 50 millones de desplazados de sus hogares por la violencia, el hambre y la guerra.

Las series de televisión que nos muestran viajes a través del tiempo ejemplifican cómo una variación mínima en el comportamiento de uno de los personajes desencadena una serie de acontecimientos que posibilita que muchos años después la historia haya cambiado bastante con respecto a lo que se supone que tenía que haber sido.

¿Y si resolvemos ser el personaje que un día decide hacer un gesto por entender la condición humana, por comprender las leyes de la naturaleza, por mejorar un poco nuestro entorno? Aunque sea pequeño. Aunque parezca que no servirá para nada.

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