Estaba esperando al autobús 23. Se retrasaba un poco y alguien me preguntó si ya había pasado. Contesté que no (yo era la más “antigua” en la parada), pero eso permitió a un señor recién llegado saber que el autobús 23 era, de momento, el más deseado.
De repente, este señor que permanecía en el anonimato, levantó en horizontal su brazo señalando adelante y voceando con toda convicción: “¡El 23 viene por ahí, hay que cruzar a la parada de enfrente!”.
Sentí el tirón de mi cuerpo que se giraba en dirección a él, que ya estaba cruzando la calle (ni paso de cebra, ni nada) sin bajar su brazo y seguido muy de cerca por el hombre que me había preguntado. Frené y pensé: “pero si la parada del 23 es aquí…”.
No había pasado un minuto cuando el enigma quedó resuelto: el autobús que llegaba enfrente era el 19; el del brazo estirado se subió y también el hombre que le seguía, pues ya no tenían tiempo de volver a cruzar para coger el 23, que había llegado mientras tanto al sitio que correspondía.
Resultado: la persona que creyó estar en lo cierto arrastró a alguien que no tuvo o no se tomó el tiempo para reaccionar a la información; ambos subieron a un autobús que no era el que querían. Yo “sentí” el tirón de seguirle ante su convicción, y aunque mis pies no se movieron del sitio, mi cabeza tuvo que hacer el esfuerzo de “parar”.