Voy a reproducir, más o menos, una conversación que tuve hace poco con una buena amiga, alguien de quien siempre aprendo algo cada vez que hablamos, porque ambos somos sinceros y lo hacemos con espíritu de diálogo, de dos personas que muestran sus puntos de vista sin pretender tener toda la razón, pero con la suficiente vehemencia de quien cree tenerla, al menos mientras no se le demuestre lo contrario.
Decía ella haber conocido a una persona maravillosa con una vida muy auténtica, una vida más real que la de mucha gente. Yo le respondía que claro que hay gente maravillosa por ahí, qué duda cabe. Pero que yo en su lugar no entraría a valorar si la vida de esa persona es más o menos real que la de otros. Creo que todas las vidas son reales para el que la vive, aunque a veces no lo parezca. Aunque podamos ver en otra gente hipocresía o cobardía para vivir, eso mismo puede constituir su prueba, su cruz. Con lo cual, una gran parte de su realidad consistiría en darse cuenta y salir de ese círculo.
No creo que sea buena idea comparar las vidas de unos y otros. Mi amiga misma me dijo hace tiempo, y he reflexionado sobre ello, que no hay nadie mejor ni peor; pues bien, me parece que tiene razón, es así, lo que hay es más o menos afinidad con unos u otros en función de nuestras necesidades o anhelos, y eso lo usamos para juzgar, y claro, nos podemos equivocar.
Ante mis razones, mi amiga, me responde que ella no duda que exista gente maravillosa, que lo afirma, y que en cuanto a su amigo, es uno de los que ha conseguido menor grado de cobardía en su vida, y eso es un hecho. A lo que yo respondo con cierta ironía: “Lo que tú digas”, expresión que la deja sorprendida. Sí, amiga mía, lo que tú digas porque no le has dado margen a mi reflexión y me has respondido con más de lo mismo. Al ver ella que no le aceptaba lo que me decía tal cual, me dijo sonriendo: “Anda, vuelve a tu mundo perfecto”. Y ahí acabó nuestro diálogo.