Mundo perfecto

Voy a reproducir, más o menos, una conversación que tuve hace poco con una buena amiga, alguien de quien siempre aprendo algo cada vez que hablamos, porque ambos somos sinceros y lo hacemos con espíritu de diálogo, de dos personas que muestran sus puntos de vista sin pretender tener toda la razón, pero con la suficiente vehemencia de quien cree tenerla, al menos mientras no se le demuestre lo contrario.

Decía ella haber conocido a una persona maravillosa con una vida muy auténtica, una vida más real que la de mucha gente. Yo le respondía que claro que hay gente maravillosa por ahí, qué duda cabe. Pero que yo en su lugar no entraría a valorar si la vida de esa persona es más o menos real que la de otros. Creo que todas las vidas son reales para el que la vive, aunque a veces no lo parezca. Aunque podamos ver en otra gente hipocresía o cobardía para vivir, eso mismo puede constituir su prueba, su cruz. Con lo cual, una gran parte de su realidad consistiría en darse cuenta y salir de ese círculo.

No creo que sea buena idea comparar las vidas de unos y otros. Mi amiga misma me dijo hace tiempo, y he reflexionado sobre ello, que no hay nadie mejor ni peor; pues bien, me parece que tiene razón, es así, lo que hay es más o menos afinidad con unos u otros en función de nuestras necesidades o anhelos, y eso lo usamos para juzgar, y claro, nos podemos equivocar.

Ante mis razones, mi amiga, me responde que ella no duda que exista gente maravillosa, que lo afirma, y que en cuanto a su amigo, es uno de los que ha conseguido menor grado de cobardía en su vida, y eso es un hecho. A lo que yo respondo con cierta ironía: “Lo que tú digas”, expresión que la deja sorprendida. Sí, amiga mía, lo que tú digas porque no le has dado margen a mi reflexión y me has respondido con más de lo mismo. Al ver ella que no le aceptaba lo que me decía tal cual, me dijo sonriendo: “Anda, vuelve a tu mundo perfecto”. Y ahí acabó nuestro diálogo.

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La verdad

Cuando se nos pregunta: «¿Acaso crees tener la verdad?», todos respondemos (ególatras exacerbados aparte) que no, claro que no. Pues la verdad es concepto demasiado gordo como para pretender tenerlo en exclusiva. Y, sin embargo, esa afirmación la desmentimos con nuestros actos, pues solemos defender nuestros criterios con uñas y dientes, hasta el punto de hacer de ello una cuestión personal de honra. Querer tener siempre razón es un síntoma de esto, con lo cual, cuando hablamos, no dialogamos, sino más bien ejecutamos un sentido monólogo. Y si alguien más listo que nosotros, o más fuertemente instalado en “la verdad”, consigue refutar todos nuestros razonamientos, no corremos a agradecérselo, ni muchísimo menos, le guardamos un extraño rencor, sobre todo si ha demostrado nuestro error en público.

Y yo me pregunto: ¿cómo es posible que lo que afirmamos con la cabeza tenga semejante desfase con el corazón? ¿O cabría decir con el hígado? Sin embargo, no quisiera caer en el tópico de decir aquello de “somos hipócritas”, “unos falsos”, “no somos conscientes de nosotros mismos”, “no nos conocemos”, etc., etc. Esto que cuento es algo tan usual, tan extendido (con muchas honrosas excepciones, claro), que presiento que algo se nos escapa, tiene que haber alguna razón diferente a lo que he expuesto, tiene que haberla porque creo profundamente en el ser humano.

Lo de querer tener razón (la tengamos o no), lo de creerse en poder de la verdad (aunque no lo reconozcamos), parece tener naturaleza de instinto, se parece a una vocación, como si una voluntad en nosotros hiciera fuerza para imponerse, y en ocasiones con tal empeño que pareciera le va la vida en ello.

Y… ¿es eso malo? Pues supongo que sí y no; es malo si no dejamos una puerta abierta y sincera a otros criterios, pues nos volveríamos aburridamente monotemáticos, y dejaríamos de crecer como personas. Pero también es bueno porque en todos nosotros hay una vocación de filósofo buscador de la verdad, y necesitamos sentir la seguridad de un criterio propio, de una verdad que es la nuestra, la que cristaliza nuestras vidas, las enfoca y las lanza hacia delante.

En ese sentido, cada uno de nosotros es una verdad andante de los pies a la cabeza.

Entropía

Extraña palabreja cuyo significado desconocía hasta hace poco, pero al conocerla resulta que viene muy bien para ayudar a definir algunas vivencias. Como cuando crees tener todo en tu vida más o menos atado y, por unas u otras razones se desatan los nudos, yéndose todo al garete… aparentemente. O cuando tus esquemas de qué es la vida y cuál es la mejor forma de comportarse comienzan a resquebrajarse, poco a poco, transformándose y ampliándose para hacer sitio a nuevas ideas o experiencias que te hacen abrir los ojos un poco más.

Esa palabra es, sobre todo, utilizada en ciencia para medir el grado de desorden que hay en la materia. Así, la Real Academia Española, en una de sus acepciones nos dice: “Medida del desorden de un sistema. Una masa de una sustancia con sus moléculas regularmente ordenadas, formando un cristal, tiene entropía mucho menor que la misma sustancia en forma de gas con sus moléculas libres y en pleno desorden”. Podríamos resumir diciendo que la entropía es desorden que tiende a un orden.

Sucede aquello tan viejo que tantas veces hemos oído de: para hacer la tortilla hay que romper el huevo, o que si para coger peces hay que mojarse el culo, etc. Que no son sino ciclos, es decir: orden, desorden y otra vez orden, pero diferente al primero. Le oí decir una vez a André Malby (salió en el famoso programa de Sanchez Dragó sobre milenarismo, famoso por la borrachera de Fernando Arrabal) que la existencia toda era una entropía, y que la evolución no es sino el encuentro con el orden perdido, lo que sucede es que al parecer ese mismo proceso sucede por el camino, y de entropía en entropía vamos acercándonos a… no se sabe muy bien qué.

Quizás por eso llame tanto la atención la teoría del sincronismo jungiano. Si todo esto fuera cierto, resultaría que da igual dónde nos escondamos, ni importa por cuánto tiempo se posponga, ni las mil justificaciones que expongamos para “protegernos”. Al final, todo hijo de vecino acabará viviendo aquello que tiene que vivir, y en el fondo lo sabemos. La resistencia que ponemos a ello sólo sería… el lento proceso de la madurez.

Víctimas y verdugos

¿Quién es la víctima y quién el verdugo? Algunas veces uno se cree víctima de un desaprensivo, o de un maleducado, por la sencilla razón de recibir insultos, o un trato injusto. Sin embargo, al reflexionar sobre la situación, al remontarnos e indagar qué provoca semejante conducta, descubrimos que la víctima no somos nosotros, al menos no solo nosotros, pues, muy posiblemente, lo que lleva a esa persona a insultarnos es una reacción defensiva, y el que se defiende es porque, antes, se sintió atacado; ya tenemos al verdugo convertido en víctima. La lógica de la mala leche sería que uno mismo reaccionase también en el mismo nivel y, a su vez, pasar de víctima a verdugo. Pero no es el caso, no cuando uno se esmera en ser filósofo e ir contracorriente.

Me sucedió hace poco, era de noche y estaba cansado, pero aun así le eché un vistazo a uno de los foros en los que, de vez en cuando, participo. Alguien había dejado un mensaje que, leído así a bote pronto, me pareció superficial y poco serio; no pude resistir el responder con cierta ironía, y hasta me sentí con todo el derecho del mundo a hacerlo.

La respuesta no se hizo esperar. Al día siguiente esa misma persona me devolvía la pelota pero aumentada, pasando de lo irónico al casi insulto. Rápidamente quise contestar añadiendo más leña al fuego, pero algo me retuvo. Por un instante me puse en el lugar de mi víctima, y vi que su reacción obedecía a una lógica. Entonces escribí un cuidadoso mensaje ignorando sus “casi insultos”, no sintiéndome víctima ni verdugo, sino juez, no para juzgar sino para ser justo.

Me viene a la memoria una frase de un filósofo valenciano. Dice algo así como que la convivencia se basa en la “verdad” y el “bien”, o lo que es lo mismo: en la sinceridad y el deseo de hacer el bien a los demás.

Así pues, releí lo que el día anterior me pareció superficial, y debo reconocer que no lo era tanto; por una frase desafortunada, ese texto tenía cinco que no lo eran, y hasta una de ellas me dio que pensar. En esa línea, sincera y humilde, respondí a la agresividad de su escrito, y hasta acabé recibiendo un pequeño regalo.

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La teoría del 50%

Esta simpática teoría, o al menos eso les parece a los que se la he explicado, no es nueva, ni mucho menos mía, es fruto de muchas lecturas, reflexiones, vivencias, sentimientos trágicos y también alegrías. Es tan sencilla, tan de Perogrullo y “lógica” que parece hasta infantil, pero mira por dónde, hoy por hoy estoy dispuesto a defenderla contra viento y marea, a contracorriente, que es lo mío. Como decía al principio, e insisto en ello no sea que luego me acusen de vanidoso, no es un invento mío, lo único que he hecho y seguiré haciendo, es ir reuniendo enseñanzas y experiencias bajo la luz de mi propia coherencia, que como le dije hace poco a un amigo cuando me preguntó: Según tú ¿cómo crece el ser humano?, respondí sin pensármelo dos veces: sumando coherencias, sumando coherencias. Por supuesto le decepcioné, él esperaba otra cosa, pero eso me lo guardo para otro blog.

Podríamos empezar diciendo que, tal y como nos cuentan varias mitologías, al principio existía la nada inmanifestada, y que de un metafísico “estornudo” (¿big-bang?, ¿aliento del dios Brahma?) aquello que no era de pronto fue, y se expresó en la existencia de dos maneras: como espíritu y como materia. Por lo tanto, ambas serían hermanas, ambas tendrían su realidad digamos… ¿al cincuenta por cien? Pero claro, eso sólo es un mito y algunos de los lectores se sonreirán ante tan pueril exposición. Vayamos, pues, del macrocosmos mitológico al microcosmos científico, a la vida con su riqueza infinita de formas materiales. Hace ya tiempo que los científicos no salen de su asombro ante los descubrimientos de la física cuántica. ¿Qué es la materia? ¿Campos vibratorios con propiedades de onda que escapan a la lógica de la física mecánica? ¿O una agrupación de partículas perfectamente visibles y mensurables en el espacio y el tiempo?… ¿Lo dejamos en un cincuenta por cien?

Pero confieso que todo esto me dejaría indiferente si no tuviera una aplicación ética a nuestras vidas. Si tales ideas no modificaran nuestra propia manera de relacionarnos con aquellos que nos rodean ¿de qué servirían? Y eso, precisamente, es para mí lo más interesante de esta teoría que, por otra parte, podría explicar otras muchas cosas. ¿Cómo nos relacionamos con los demás? Buena pregunta. Si somos de esos que creen tener la verdad sobre la vida e imponen su criterio sin escuchar al otro, sin tenerle en cuenta, sin una mínima sospecha sincera de que el otro pueda aportarnos algo interesante… entonces no seguimos la teoría del cincuenta por cien. Esta teoría entiende que la vida tiene su realidad, que las personas tienen su realidad, es decir, su verdad, y que por lo tanto merecen nuestra atención y respeto en el porcentaje que les corresponde. Algo de eso apuntaba ya mi blog sobre «El camino del corazón» y el de «Las tres visiones».

Tomen buena nota de esta teoría, pues dará que hablar (pasad la voz), especialmente los fanáticos de toda índole, sea futbolera, política, religiosa o filosófica, y sobre todo, recordad que esta teoría sólo es válida… ¿en un 50%?

Deslocalización

Nos estamos acostumbrando a esta rara palabreja. Se trata de trasladar un centro de trabajo de una zona a otra, generalmente de un país a otro y últimamente de un extremo a otro del planeta. Ahora es más común porque gracias a la liberalización de aranceles y de fronteras económicas, el mundo se ha hecho más global. Y digo esto sin sorna, porque es insólito que además de las fronteras naturales los hombres establezcamos entre nosotros fronteras políticas y económicas. Me diréis que de alguna manera hay que regular la avalancha de movimientos masivos de gente de una zona desfavorecida a otra más rica. Pero en este argumento se asientan las ideas de conveniencia y de falta de confianza: falta de confianza porque no queremos que el esfuerzo traducido en riqueza que hemos generado para nuestra zona (ciudad, región, país, continente) sea aprovechada por otros que no contribuyeron a ello; conveniencia porque se permite que los gobernantes corruptos de países supuestamente pobres vivan de la explotación de la miseria de sus habitantes. En fin, una difícil cuestión.

Hace muchos años los españoles tenían que emigrar a Francia o Alemania para conseguir trabajo, pero a finales de los 80 y en los 90 se crearon suficientes trabajos para que empezara a llegar gente de fuera para cubrir las necesidades. Desde finales de los 90 y en este nuevo siglo dejaron de crearse nuevas industrias, y poco a poco muchas de las que había han ido trasladándose a los países del este. Lo curioso es que Hungría o Polonia han visto cómo algunas empresas se trasladaban a China y estos a su vez temen que se vayan a Filipinas o Vietnam. ¿Qué será lo siguiente? Porque parece que tanto Sudamérica como África no salen de su pobreza, subdesarrollo y letargo. Lo siguiente nos parece ciencia ficción. Los medio-esclavizados orientales serán sustituidos por robots (¿sabíais que robot es una palabra checa que significa esclavitud?) y quizá ya no hagan falta tantos trabajadores. Hasta que los robots «se harten» y exijan sus derechos. No sé bien cómo encajará esto en el actual sistema capitalista, que necesita que todos tengamos un trabajo para fabricar cosas que no nos hacen falta y así podamos obtener un dinero que utilizaremos para comprar lo que no necesitamos. Si tanta gente en España deja de trabajar en la industria o en el campo, y aunque aún seamos más ricos que nuestros vecinos del Sur, ¿de qué vamos a vivir a largo plazo? No sé, no lo entiendo.

Ayer se anunció que otra fábrica se cierra en España, además en una de las zonas con más paro de España. Más de 4000 familias que dejarán de recibir su sueldo mensual. Un día triste para la provincia de Cádiz, que no merece estos empresarios ni estos políticos.

¿Cambian las personas?

Lo cierto es que me gusta conversar con según qué personas; es enriquecedor observar las cosas con los ojos del «otro», siempre aportan matices nuevos, o refuerzan con otros argumentos y experiencias, ideas que ya estaban en uno mismo . Aunque también es verdad que esas mismas conversaciones le obligan a uno a hacer autocrítica, a desechar opiniones que se desvanecen ante la claridad de una buena conversación. Esto mismo nos ocurrió ayer sábado, sin ir más lejos, a una amiga y a mí, comiendo en el Ateneo Científico Literario y Artístico de Madrid por 6 € el menú (y bastante bien). Hablamos de muchas cosas, pero de entre todas ellas me quedo con un tema, el de si las personas cambian realmente.

Ella decía que la gente no cambia, o apenas cambia, que somos básicamente los mismos que hace diez o veinte años. Esta idea, que me parece bastante cierta (aunque no del todo) entre la gente sencilla, que se dedica a vivir su vida sin plantearse demasiadas cosas, me horroriza entre otros colectivos más comprometidos con la vida, la sociedad, su visión del mundo, y cómo no, entre los que, supuestamente nos autocalificamos de filósofos buscadores de la verdad, pues, lo queramos o no, soñamos con cambios sociales en nuestro entorno y en nosotros mismos.

Pero dándole vueltas, consultándolo con mi consejera la almohada, vi que sí, que eso es así, no cambiamos tanto. Lo que sí hacemos, o deberíamos hacer, es tomar conciencia de qué somos, y ser lo que somos, pero de otra manera, más consciente, más real, más auténtica. El viejo dicho (axioma para los muy leídos) que dice “Conócete a ti mismo” sigue tan actual como siempre, eso tampoco cambia. El siguiente paso sería aceptarnos, pero esa es otra historia.

Así pues, no tenemos más remedio que conocernos para ser conscientes de lo que somos; quizá eso sea más importante, o va antes de querer cambiar. Como le oí decir una vez a Jodorowsky: «Si no somos lo que somos, ¿quién somos?».

El camino del corazón

En varios blogs, ya antiguos, recuerdo haber leído cosas sobre el corazón como lugar donde reside el saber, lo que de verdad es el hombre, su esencia, y de ahí luego se ha hablado del camino del corazón, etc. Y como sé, por amargas experiencias, que las palabras no siempre tienen el mismo significado para todos, que a veces uno dice algo creyendo que todos lo entendieron y se queda tan pancho, que en nuestro mundo habitual y particular de ideas no siempre las nuevas son bien recibidas, y en fin, porque al hablar del corazón es lógico que lo relacionemos con lo romántico, confundiendo “el camino del corazón” con el sendero de los enamorados (que no es lo mismo aunque pueda tener relación), por eso, digo, es que me decido a hacer esta reflexión en voz alta sin saber muy bien a dónde me llevará.

Hablando hace varios días con un viejo amigo (que para mí tiene mucho de sabio), decía que si la materia es algo muy complejo, es normal imaginar que los mundos sutiles (supongamos que existen) son muchísimo más complicados y difíciles de entender y vivir. Pero que, sin embargo, hay personas que hablan de lo espiritual con mucha ligereza, como si lo llevaran metido en el bolsillo. Creo que por mucho que a las cosas les pongamos nombre y estudiemos su definición, no por ello las conocemos o vemos su realidad; de ahí la humildad con la que, creo, debemos siempre tratar estos temas, y de ahí también lo importante de reflexionar sobre todas las enseñanzas para hacerlas nuestras (o no), “traspasando” el nombre o la definición con que un día lo estudiamos.

Lo que yo entiendo por camino del corazón es: abrirse a los dictados de la conciencia y ser coherentes con ella más allá de dogmatismos, creencias o frases hechas. El que la cultura egipcia y otras la sitúen físicamente en el mismo lugar o cerca del corazón no cambia nada. No creo que se trate de dejarse llevar por los sentimientos hacia alguien o algo; pienso que el camino del corazón es otra cosa, es una actitud, una libertad, una confianza, una alegría, una apertura a la vida y a las personas y lo que nos ofrezcan, un saber escuchar y compartir con afán de aprender y crecer, aunque eso nos haga momentáneamente vulnerables o nos cause dolor, porque, en mi opinión, es precisamente esa “vulnerabilidad” la que nos traerá las mayores certezas.

Eso es lo que yo entiendo por “camino del corazón”.

¿Pasión o ternura?

Uno de mis mayores placeres consiste en subrayar aquellas frases que me llaman la atención de los libros que leo, y luego reunirlas todas en un mismo archivo. Al pasar un tiempo bastante grande entre el momento de la lectura y la recopilación de frases, el libro cobra a mis ojos un nuevo valor, múltiples significados, que antes no veía, surgen por todas partes. Eso mismo me ha sucedido con el libro (ya un clásico) “El amor en Occidente”.

En realidad el autor, Denis de Rougemont, intenta demostrar las bondades del amor (en un matrimonio o pareja) en sentido cristiano, defendiendo un amor que no es enamoramiento sino amor consciente y cultivado, un amor que no viene dado por algo externo a la persona sino que surge de nosotros mismos. Y digo “intenta demostrar” con toda la intención, porque el propio autor, a lo largo del libro, no puede evitar la fascinación y la fuerza de ese otro amor que viven los enamorados.

Critica el enamoramiento pasional como algo que no puede resolverse en la vida, ya que su inspiración no viene de la vida y, como en el mito de Tristán e Isolda, acaba en tragedia: “La realización del amor niega todo amor terrestre; y en la felicidad del amor niega toda otra felicidad terrestre”.

Denis une a la experiencia del amor la forma en que el hombre se relaciona con lo espiritual; de esa manera el paganismo cree que es posible la unión con Dios (Eros) en un rapto de pasión o “entusiasmo”: “El Eros es el Deseo total, es la Aspiración luminosa, el impulso religioso original elevado a su más alta potencia”. De ahí que en el ideal del amor cortés se exalte el estado de enamoramiento, y no tanto su satisfacción sexual.

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Contra la muerte del espíritu y la tierra

A veces uno se siente solo practicando su particular lucha contra aquello que considera erróneo, injusto e intolerable. Por ello, da una inmensa alegría encontrar iniciativas como la del Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra, un texto que suscriben notables personajes de la cultura española, así como diferentes profesionales de prestigio, con lo cual, este grito contra la muerte del espíritu tiene más posibilidades de ser escuchado. Quiero, desde este blog y a título particular, apuntarme al carro de este manifiesto y ayudar a su divulgación.

Extraigo algunas de sus frases, pero podéis leerlo completo en www.manifiesto.org

“La inquietud que aquí se expresa es la derivada de ver desvanecerse ese afán gracias al cual los hombres son y no solo están en el mundo; esa ansia por la que expresan toda su dicha y su angustia, todo su júbilo y su desasosiego, toda su afirmación y su interrogación ante el portento del que ninguna razón podrá nunca dar cuenta: el portento de ser, el milagro de que hombres y cosas sean, existan: estén dotados de sentido y significación”.

“Carecer de destino, estar privados de un principio regulador, de una verdad que garantice y guíe nuestros pasos: semejante ausencia –semejante nada– es sin duda lo que trata de llenar la vorágine de productos y distracciones con que nos atiborramos y cegamos. De ahí proceden nuestros males. Pero de ahí procede también –o mejor dicho: de ahí podría proceder, si lo asumiéramos de muy distinta manera– toda nuestra fuerza y grandeza: la de los hombres libres; la grandeza de los hombres no sometidos a ningún principio absoluto, a ninguna verdad predeterminada; el honor y la grandeza de los hombres que buscan, se interrogan y anhelan: sin rumbo ni destino fijo. Libres; es decir, desamparados. Sin techo ni protección. Abiertos a la muerte”.

“Si el tema de nuestro tiempo, por parafrasear a Ortega, no es otro que el constituido por esta profunda paradoja: la necesidad de que se abra un destino para los hombres privados de destino y que han de seguir estándolo; si nuestra cuestión es la exigencia de que se abra un sentido para un mundo que descubre –aunque encubierta, desfiguradamente– todo el sinsentido del mundo; si tal es, en fin, nuestro “tema”, la cuestión que entonces se plantea es: ¿mediante qué cauces, a través de qué medios, de qué contenido, de qué símbolos, de qué proyectos… puede llegar a abrirse semejante donación de sentido?”.

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