Mi viejo amigo, Sarcasmo

Tengo un viejo amigo con el que, como con todos los viejos amigos, he pasado muchas horas juntos, muchas alegrías e infinitas decepciones, interminables conversaciones y monólogos. Pocas veces solemos estar de acuerdo, de ahí las broncas que hemos tenido y tendremos; él me dice lo equivocados que están todos, que soy a veces demasiado pusilánime y no me hago valer, y claro, por ahí él va y suelta, por mi boca, alguna de sus frases sarcásticas que dejan a todos helados, a todos menos a mí, que se me suben los colores. Entonces lo miro enfadado y le pregunto: ¿y qué has conseguido con eso? ¿Sentirte más listo que nadie? ¡Pues fíjate que ha sido al precio de humillarles inútilmente! Él se da cuenta de su egoísmo, no sin cierta resistencia (tiene su orgullo) y acaba por darme la razón.

Pero él es como es, y como dice la genial canción de Serrat “Cada loco con su tema”. Por ello me visita de vez en cuando y siempre logra meter baza, no puede evitarlo, aunque últimamente ha mejorado mucho sus modales y sus intervenciones suelen ser divertidas y moderadas. Y cuando preveo que se va a ir de la lengua por algo que le hace enfadar, le pido que antes me lo diga al oído; yo le escucho con paciencia, pues suele tener sus buenas razones. Entonces sopeso rápidamente el efecto que pueden causar sus palabras y la utilidad de las mismas antes de “traducirlas”, aunque puedo equivocarme, claro.

Esta interacción entre mi amigo Sarcasmo y yo ha dado muchas, divertidas, y muy buenas veladas de conversación sobre los más variados temas, lo cual me ha granjeado cierta fama de polémico. No digo que no, y seguramente el título de mi sección “filosofía contracorriente” es también fruto de esta rica interacción.

Gracias, amigo mío, tu agudeza espolea mi imaginación y descubre las incoherencias, pero ya sabes lo que siempre te digo… ¡No te pases!

¿Para qué sirve?

Hace tiempo leí en un artículo de arte que la belleza de un cuadro no está tanto en la pintura como en la mirada del observador. Recuerdo que eso me impactó, porque estaba diciendo que da igual lo bella que sea una obra de arte; si el espectador no tiene dentro de sí algo de artista, de sensibilidad para lo bello, esa obra de arte no le servirá de nada, será lo mismo que mirar cualquier otro cuadro sin calidad artística, no se dará la experiencia de reverberación que permite vibrar en sintonía. Quizá por eso el arte moderno ha tomado otros caminos…

Pero algo parecido sucede con el saber, con la comprensión de las cosas. Ya Platón nos hablaba de la mayéutica, el arte de enseñar haciendo que el saber brote de uno mismo, pues en realidad se trataría de “recordar” y no tanto de aprender algo nuevo. También Nietzsche es muy claro cuando dice en su libro Ecce Homo: “En última instancia, nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia”. Y añade que el problema grave sucede cuando no se oye nada, pues surge la ilusión de que en realidad no hay nada que oír.

De ahí la pregunta que da título a esta reflexión, para qué escribir nada si tan solo seremos entendidos por aquellos que ya lo sabían, para los que nuestra exposición no es nueva, entrando así en un círculo vicioso que se retroalimenta, que como mucho crea la sensación de seguridad, de estar en lo cierto entre los que sí nos entendemos. Para qué sirve entonces tanto esfuerzo.

Me consuelo al pensar que esto no es del todo cierto, que además de aquellos que ya saben y por eso comprenden (o creen saber y comprender), hay otro tipo de personas, los que sin saber necesitan comprender, y esa necesidad sincera se expresa de forma poco clara pero con mucha fuerza, tomando a veces la forma de la rebeldía, del inconformismo, de la búsqueda insaciable entre libros, amigos, experiencias, viajes, etc., etc. A los ojos de los que no sufren (o gozan) esta necesidad, parecerá que estos buscadores están “enfermos”, y entonces viene a mi memoria una frase de Jodorowsky que dice: ”El arte que no cura no es verdadero arte”.

Orgullo y humildad

No estoy seguro de poder explicar de forma clara y concisa mi afición por las dualidades; es como una intuición, o un reto que me lleva a querer resolverlas. En esta ocasión podría haber puesto como título “humildad y autoestima”, en el sentido de que pueden ir de la mano, que son sumables y no contradictorios cuando se profundiza un poco en lo que expresan. Pero como no soy ajeno a la necesidad de los títulos llamativos, con gancho, y demás tretas periodísticas, he optado por presentar el tema como un enfrentamiento de dualidades, el orgullo contra la humildad, la prepotencia contra la falta de autoestima. Resolvamos el conflicto, intentémoslo al menos.

Veamos: si el orgullo es un exceso de autoestima, digámoslo así, tampoco creo que sea recomendable ir más allá de la humildad, pues un exceso de ella nos puede conducir a ser sumiso e indeciso, lo cual es un fuerte obstáculo para muchos logros personales por la falta de fe en uno mismo.

Y una vez más invocamos las sabias palabras del Buda: “el camino del medio, el camino del medio”. Siempre se impone la enseñanza del camino del medio como el idóneo, el que nos permite transitar la vida de la manera más plena posible, danzando en el difícil equilibrio de las dualidades, en “el filo de la navaja”.

Autoestima sí, orgullo prepotente no, humildad sí, ser timorato y sumiso no, claro que no.

Autoestima para atreverse a ser quien somos; humildad para no creer ser más de lo que nos corresponde. Autoestima y cierto orgullo para defender con pasión lo que creemos defendible y justo. Humildad para profundizar en todo lo que sabemos y abrir nuestra mente y corazón a nuevas enseñanzas y posibilidades.

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Ser o no ser… originales

Algunas veces, llevado de mi entusiasmo, hablo y hablo con mi gente sobre algún escritor o filósofo contemporáneo que me ha llamado la atención. Entonces expongo con mayor o menor brillantez y hasta donde la memoria me lo permite, las ideas que tanto me han gustado. Pues bien, siempre hay alguien que apostilla: “Pero si eso ya lo decía Platón”, o Sócrates, o Aristóteles, o santa Teresa de Jesús… El caso es que eso me lo dicen para contrarrestar mis ímpetus expresivos, para quitarle importancia a lo que defiendo. ¿Es ese un argumento digno?

Sin embargo, eso es algo que a mí también me ocurre, sobre todo con Unamuno, y en cierto modo me indigna que me hablen de supuestas nuevas y genuinas filosofías o conceptos, cuando ni son tan nuevas ni son tan originales, y lo único que demuestra es que hay filósofos a los que ya no se lee, o no se les comprende, ya sea por la profundidad de su pensamiento o por tener un lenguaje no actualizado a los tiempos presentes. Quizá sea esa la razón, que cada tiempo tiene su especial sensibilidad, su tono diferente a otras épocas, y siempre se hace necesario reactualizar todas estas enseñanzas, que no es que se desfasen por superadas o antiguas, sino porque no son expresadas por filósofos contemporáneos, conocedores de nuestro presente y sus retos.

¿Hemos de callar, o no escribir, al no tener nada original que decir? No lo creo; más bien hay que redescubrir, reinterpretar y revitalizarlo todo, sin dar las cosas por sabidas. A mi modo de ver, el saber exige esta continua renovación, tanto en su vivencia como en su expresión. Quizá el mérito de los que ahora traen antiguas ideas o experiencias, dándoles un enfoque moderno, sea precisamente su nuevo lenguaje, algo que permite a millones de personas un fácil acceso a tantos y tantos tesoros.

A todos ellos, gracias.

El amor apesta

No, no me he vuelto loco, no he tenido una mala experiencia sentimental, ni me desdigo de anteriores reflexiones, como “Hablemos del amor” o “¿Pasión, o ternura?”, donde exalto y expreso mi incondicional admiración a todo lo que la palabra “amor” significa y abarca. Pero dicho esto, y aclarado el punto, no tengo más remedio que admitir y aceptar que, muchas veces, esa experiencia de comunión entre almas puede derivar en los más oscuros y espantosos planos de la conciencia, como puedan ser los celos, el odio, la sed de venganza, el maltrato físico o psicológico, y todo lo que desgraciadamente se desprende de ello. Con lo cual, y basados en tan mala vivencia, efectivamente, podríamos llegar a decir que “El amor apesta”.

Pero la idea no es mía, así reza una pintada en una de las calles céntricas de Madrid, escrita con muy buena letra, en minúsculas las dos primeras palabras y en mayúsculas, destacando claramente, “APESTA”. Siendo impactante también por estar escrito con spray de color negro sobre ladrillo rojo cara vista. Se presiente al ver semejante pintada una clara intención de compartir un gran dolor, una decepción enorme, hasta el punto de querer expresarlo en la pared del barrio, para que todos sepan “la verdad” sobre el amor.

Si por una de esas casualidades, o sincronicidades, el autor de ese mensaje mesiánico antiamor, leyera este apunte, me gustaría decirle que no, que se equivoca, que afortunadamente el amor no apesta, si no que huele a rosas, a sinceridad, a libertad, y a un grado notable de felicidad. Lo que sí apesta es nuestra manera de “administrar” tan misteriosa y maravillosa fuerza de unión. Lo que apesta es pedir, exigir, desear por todos los medios que nos amen en exclusividad absoluta como si en ello nos fuera la vida. Porque aquellos que de verdad aman sienten ese fuego manando de su pecho, y brillan como soles en un crisol de cálida generosidad, dando sin esperar nada. Y a mi entender, eso exhala el más bello de los perfumes, sin duda alguna.

El juego de las pistas

Recuerdo un juego que hacíamos, hace ya muchos años, la pandilla con la que veraneaba en la sierra. El juego consistía en ir al monte de noche, buscar una serie de pistas dejadas durante el día por uno de nosotros, para llegar a una aldea de montaña y desayunar un buen café. La única indicación que se nos daba era la característica de la primera pista, donde encontraríamos instrucciones para encontrar la siguiente. También sabíamos que esa primera pista no podía estar muy lejos de la encrucijada de caminos de la cual partíamos, aunque esos caminos llevaban a su vez a otros caminos…

Podríamos hacer un fácil paralelismo entre la vida, nuestras vidas, y este juego laberíntico y nocturno. Debo confesar que la primera vez que jugué me perdí por completo en esos montes de Dios, pues me dejé llevar por un exceso de confianza y las fantasías de mi mente. Pero la siguiente vez, habiendo aprendido la lección, fui el primero en llegar a la aldea.

¿Por qué cuento todo esto? Pues porque la vida se nos asemeja a un juego de pistas, todos buscamos lo que creemos es la felicidad, llamémoslo así o equilibrio emocional, despertar del ser, el encuentro con uno mismo, paz interior, la unidad en el amor, la liberación, etc., etc., etc. Pero nadie puede decirnos, o resolver, con “palabras” la verdad, nuestra verdad de todo eso. Algo así digo en una de mis anteriores reflexiones titulada “Nuestro hilo de Ariadna”, donde explico que al estar cada uno de nosotros en un punto diferente del laberinto, por fuerza, cada hombre tendrá su propio camino a recorrer.

Entonces, ¿cómo llegar a nuestra “aldea”? Pues sólo se me ocurre que siguiendo nuestras propias pistas, indagando en aquello que nos llama la atención, viviendo lo que sentimos como verdadero, pero también rectificando de rumbo, humildemente, cuando lo encontrado no nos convence del todo. Siguiendo una ley de “necesidad”, porque podríamos estar ante el más grande maestro de la humanidad, y sin embargo dejar que sus palabras nos resbalen. Esto sucedería porque nuestro “cuenco” de necesidades está en otro sitio. Y muy posiblemente, pasados diez o quince años, aquellas palabras vacías para nosotros, de pronto recobran todo su significado, porque ahora sí, ahora sí tenemos las suficientes “pistas”.

No ser más… ni tampoco menos

 

A veces, en este ir y venir de la vida y sus situaciones, nos encontramos con retos complicados, conversaciones donde se supone hay que estar a la altura, o proyectos que nos parecen muy difíciles, con lo cual nos acobardamos, pues todo lo que implica cambio, novedad, esfuerzo suplementario, nos repatea el hígado. Entonces nos sobrevienen las dudas: ¿seré capaz yo de hacer esto? ¿Y si me sale mal? ¿Y si todos se dan cuenta de que no soy tan bueno como aparento ser? De esta forma complicamos y agrandamos el asunto, pues mezclamos la dificultad propia de la situación con nuestro deseo de agradar, y cierto miedo a perder el prestigio ante los demás, a hacer el ridículo, y que nuestra dignidad se vea dañada.

Pero, mal asunto si dejamos que la vanidad sea el motor de nuestras acciones… porque entonces estaremos persiguiendo ser fieles a una imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos, una imagen repleta de prejuicios, enseñanzas que damos por válidas hasta convertirlas en creencias, de méritos pasados que nos enorgullecen y nos gusta mostrar, de opiniones ajenas que deseamos a nuestro favor, en fin, de tantas y tantas cosas adquiridas con el tiempo…

Pero si todo eso nos apresa y nos ahoga, hay que liberarse, hay que plantarse, decirse a uno mismo ¡basta! Y como decía un viejo poema que ya nunca más volveré a leer (pues lo he buscado sin suerte):

En ocasiones es necesario
mirar por encima de los tejados,
vaciar de trastos viejos el cerebro
y respirar un… ¡soy eterno!

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El vagón de las paranoias

Desde que empecé a escribir en este blog, o quizá desde un poco antes, me muevo por estos mundos de Dios con un punto de atención mayor del que tenía antes, fijándome en las cosas que me suceden y cómo me afectan, tratando de tener una mente abierta a las enseñanzas que se puedan ocultar en cada momento. Pues en eso andaba cuando hace unos días cogí el metro de Madrid, rico en género humano, coincidiendo en el vagón con dos personas, desconocidas entre sí, aquejadas de algún grado de paranoia.

Uno de ellos no dejaba de repetir, una y otra vez, dos o tres frases recurrentes sobre las mujeres y el Real Madrid, finalizándolas con un contundente ¡Ahí queda eso, ahí queda eso! La gente del vagón, entre los que me incluyo, no podían evitar sonreír, pero el que más abiertamente se divertía era el que, cada dos minutos aproximadamente, tosía de forma sonora y artificial como queriendo llamar la atención. Eso me resultó curioso…

Pero conste que no los quiero llamar paranoicos, no me gustan las etiquetas, son como sentencias a cadena perpetua, y nadie merece llevarlas. Todos nosotros, a lo largo de la vida, vamos coleccionando un buen número de ellas, pero valen, como mucho, para un período muy concreto de tiempo. El hombre no está nunca “acabado”, siempre se mueve, cambia, crece y supera infinitos obstáculos. Esa es la verdadera historia del hombre.

Se me ocurre que andar poniendo etiquetas es también una forma de paranoia (¿lo es?), pues resulta ser algo que hacemos repetidamente, sin darnos cuenta, y con la falsa seguridad de que controlamos lo etiquetado. Decimos: Fulanito de tal es esto o lo otro, y así se acaba con el problema, el misterio del tal fulanito ha sido resuelto… No nos extrañe luego llevarnos sorpresas, porque las etiquetas nunca se ajustan a la realidad. Si no nos dejáramos llevar por lo fácil que supone etiquetar, entraríamos en otro plano, saldríamos de nuestro pequeño mundo y nos encontraríamos con uno mucho más amplio, el de la comprensión, una actitud, sin duda, más propia de filósofos.

Lágrimas de cocodrilo

No hace mucho lo pensaba: a medida que uno se hace más fuerte, en el sentido de más maduro, de saber quién es y lo que quiere en la vida, las circunstancias se confabulan para hacértelo todo más difícil que antes, como si se cumpliese la “sincronicidad” de que las responsabilidades aumentan en la medida que aumenta la propia conciencia (si es que eso es posible en mi caso). Dicho de otro modo, que Dios aprieta pero no ahoga; eso sí, a unos les aprieta más que a otros, y hoy te aprieta más que ayer pero menos que mañana. Y si esta madurez de la que hablo sucede en un corto periodo de tiempo, las hostias que uno puede llevarse son muchas y de muy diferente índole.

No sé si me explico, ni si el lector ha pasado alguna vez por algo así; a veces dudo de que las palabras cumplan realmente su cometido. El otro día me hacían un comentario sobre uno de mis blogs, concretamente «El origen de los ritos», más conocido por el “blog del gato”, donde digo algo bastante fuerte sobre los ritos (o eso creía), y para hacerlo simpático puse una analogía real con el rito que hace mi gata todas las mañanas. Pues bien, al parecer lo que primó es el felino, lo que se recuerda es lo anecdótico, seguramente porque hablar de ritos hoy día está pasado de moda y a casi nadie le importa. Disculpe el lector mis anacronismos, pero en ese momento me pareció interesante.

En este sentido, mi blog de hoy también puede ser mal interpretado, o mal comprendido, pues requiere de la complicidad del lector, aquello que hace maravillosa la literatura, es decir, la propia vivencia del que lee; eso hará que mis palabras cobren vida de verdad o suenen a algo parecido a lo que en realidad quise decir.

Cuando uno tiene su vida más o menos organizada y está satisfecho con ella, tanto en lo material como en lo personal. Ocurre, o puede ocurrir, que sus circunstancias no cambien apenas, que su día a día sea muy parecido un año tras otro, con lo cual tampoco hay un mayor grado de madurez, ni un crecer como persona, y entonces es la pescadilla que se muerde la cola, mis problemas son más o menos los mismos porque yo sigo siendo más o menos el mismo. Quien esté en esa situación no podrá comprender, del todo, lo acorralado que uno puede llegar a sentirse cuando desde muchos frentes tiran de uno, y además lo hacen a la vez.

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Androides que nos emocionan

Desde muy joven siempre me llamaron la atención esas pelí­culas donde una máquina, un cerebro electrónico, acababa comportándose como un ser humano. Recuerdo que solía reflexionar: si el hombre es una máquina, ¿por qué no va a ser posible crear una máquina tan perfecta que sea capaz de dar a luz un alma, o encarnarla? Ya sé que es ingenuo pensar eso, que a lo más que podemos llegar es a la inteligencia artificial, y que en tal caso no se deja de actuar con respuestas automáticas, muy sofisticadas, pero programables a fin de cuentas.

Pero entonces, ¿por qué nos emociona tanto ver a una máquina con sentimientos? Es una fórmula que funciona, y el cine ha dado buena muestra de ello, por ejemplo:

– 2001: Una odisea del espacio. Dirigida por Stanley Kubrick en 1968; en ella el ordenador HAL 9000 se equivoca y para disimular (muy humano) se carga a varios tripulantes.

– Engendro mecánico, pelí­cula de 1977 dirigida por Donald Cammell. En ella, un superordenador se niega a decir cómo sacar petróleo del fondo del océano para no perjudicar la vida marina, y luego se las arregla para renacer en un ser de carne y hueso.

– Blade Runner, dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1982. Todo un clásico de la ciencia ficción, donde el androide Nexus-6, poco antes de morir, se convierte en poeta cantando a la belleza de todo lo que ha visto, y muestra su pena porque todo eso se perderá en el tiempo «como lágrimas en la lluvia».

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